La depresión de Willy Brandt
El Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) ha cumplido nada menos que 140 años. Pocos partidos hay en el mundo que hayan marcado tanto la realidad política y social de las democracias desarrolladas. Pocas organizaciones democráticas pueden mostrar un balance tan plenamente digno y firme en la lucha por las libertades cuando más fueron amenazadas, contra el fascismo y el nazismo y contra el comunismo que surgió de sus propias filas. Difícil encontrar unas siglas que hayan aportado más a la creación del Estado social de derecho, a la dignidad de la ciudadanía y a la superación de las desigualdades y discriminaciones de clase, sexo, religión y procedencia.
Ha sido un vivero de ideas para cambiar el mundo desde el compromiso con la humanidad y el humanismo, resistiendo siempre a las tentaciones al atajo fanático que llevó al crimen a las ideologías rivales. En la clandestinidad, en la oposición y en el poder ha forjado un acervo democrático que hoy comparten todas las fuerzas políticas civilizadas del mundo.
La cruel realidad es que el SPD no tiene nada que celebrar hoy
Es difícil no caer en la melancolía si se echa una mirada al pasado glorioso del SPD. Porque su presente ha ido degenerando desde la tristeza hacia la miseria. El acto celebrado ayer por su actual cúpula, con el canciller Gerhard Schröder a la cabeza, sólo confirma esa cruel realidad de que el SPD no tiene nada que celebrar hoy. Miles de fieles militantes han roto o tirado su carné, las últimas derrotas electorales son de escándalo, los sondeos lo hunden hacia el 20% del electorado, sus dirigentes no pierden ocasión para contradecirse y deslegitimarse entre ellos y su esclerosis asusta ya hasta a sus rivales.
Las enfermedades del SPD son muchas y muy graves, pero son además, como otras veces en el pasado, serios dramas de Alemania en general. La falta de coraje, de ideas y de solidaridad, pero ante todo la dictadura de la mediocridad, no son problemas específicamente socialdemócratas en Alemania. Son fenómenos que los atenazan a ellos, en el partido de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, de Kurt Schumacher y Willy Brandt, como a cristianodemócratas, sindicalistas, empresarios y banqueros por igual. Pero resulta especialmente doloroso allí, en el SPD, en un partido en el que durante más de un siglo se conjugó la lealtad con el carácter y la solidaridad con la valentía y la disposición al sacrificio. Qué triste celebración y qué falta de respeto a su propio pasado cuando las rivalidades políticas llegan al bajísimo nivel de no invitar al acto al que fuera el anterior presidente del partido, Oskar Lafontaine. El pequeño Napoleón del Sarre ha sido probablemente uno de los máximos responsables del hundimiento ideológico, político y formal de ese gran partido. Pero no más que el propio canciller o el otro dirigente nefasto que fue Rudolf Scharping, la otra pata de aquel trío al que se votó para acabar ya en Berlín con el anquilosamiento de Bonn y la vaguería intelectual de los cristianodemócratas bajo Helmut Kohl... Alemania, la supuesta gran potencia y locomotora europea, tiene un partido en el Gobierno que no gobierna ni se atreve, un Parlamento secuestrado por los sindicatos y diversos gremios y una población aturdida y dividida en taifas sectoriales que paralizan toda reforma y se acusan entre ellos de hundir al país en la recesión económica, en la decrepitud industrial y en la inanidad política. Todo muy triste y pedestre. Helmut Schmidt, famoso por su mal humor, tiene motivos para enfadarse. En el semanario Die Zeit se muestra harto con la autocompasión de los alemanes, que impide todo cambio. Y no deja títere con cabeza. Y con melancolía, se supone, se acuerda del gran socialista Lasalle, que exigía que "se articule lo que sucede". Nadie se atreve. Ante semejante panorama, su antecesor en el SPD, Willy Brandt, no habría sido capaz ni de enfadarse, habría cogido una inmensa depresión como la han cogido la economía, la política y la sociedad alemanas. Pero Brandt, con todos sus defectos, era un valiente.
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