Lo sólido se desvanece en el aire
Las ciudades no son -o al menos no deberían ser- únicamente alojamientos humanos. Las estructuras urbanas y sus transformaciones han sido y son la expresión, más o menos directa, de los procesos sociales, civiles y políticos que tienen lugar en ellas, así como la principal apoyatura de la que sus habitantes disponen para imaginar su propia existencia y proyectarla al pasado o al futuro, a los cielos o a la tierra: no solamente la medida de sus vidas, sino también la de sus sueños. En la edad moderna, el crecimiento demográfico convirtió en obsoleto uno de sus más marcados signos de identidad: la muralla, que en otro tiempo protegía de los enemigos, de los "bárbaros" o de los salteadores. La muralla se quedó dentro, como símbolo de las divisiones internas que podían "leerse", como tan magistralmente hizo Walter Benjamin, en las ciudades industriales del siglo XIX, especialmente de la lucha de clases que se escenificaba en sus calles y hasta en el diseño de sus avenidas. El grito del Manifiesto Comunista -recogido un siglo después por Marshall Berman en un libro de grato recuerdo- "todo lo sólido se desvanece en el aire", jugaba con una oposición que ha sido válida para la ciudad moderna hasta hace apenas tres décadas: la riada de las masas humanas de todas las procedencias que invadía sus arterias año tras año, y que enriquecía su carácter hospitalario, cosmopolita y libre -el hecho de ser una reunión de desconocidos, un lugar en donde todos pueden ser cualquiera y cualquiera puede comenzar de nuevo-, se intentaba contener, a menudo rechazar a los extrarradios, y siempre administrar mediante el rigor de las grandes organizaciones formales -empezando por el Estado y continuando con las empresas públicas y privadas, hasta llegar a los sindicatos y partidos políticos- cuya solidez era representada por los macizos edificios monumentales que los bancos nacionales, los ministerios, los parlamentos, las universidades, los museos y las bibliotecas, las grandes compañías industriales y comerciales y las organizaciones civiles plantaban en su centro como rúbrica de su poder, recurriendo a la arquitectura que en cada momento resultase más representativa del mismo. Durante mucho tiempo, y sin duda por buenas razones, este rigor inflexible y pétreo de las grandes organizaciones se identificó con lo que las ciudades tenían de "conservador", con esa mirada que, desde Ortega hasta Sloterdijk y sobre todo en tiempos de disturbios, observa con una mezcla de temor y desprecio la "rebelión" de las masas contra los mecanismos de disciplinamiento tan agudamente descritos por Michel Foucault; por el contrario, lo "progresista" parecía ser todo aquello que contribuyera a ablandar la rigidez de esas estructuras, y "revolucionario" era lo que tendiese a liquidar su solidez de mármol o su impenetrabilidad de cristal reflectante contra la que aún los manifestantes tiran piedras y los terroristas aviones, a flexibilizar las tantas veces ridiculizadas y denostadas obsesiones "burguesas" por el cumplimiento de los horarios o por la segregación de los espacios, a destruir todas las barreras interiores para que el sueño social de una sociedad sin clases se expresara en el sueño urbanístico de una ciudad sin fronteras, sin distinción entre centro y periferia, una ciudad vanguardista para un hombre nuevo y sin escisiones, capaz de superar mediante la técnica -ayer industrial, hoy telemática- las desigualdades de la naturaleza y las injusticias de la sociedad.
La contraposición entre transeúntes y residentes ha sido sustituida por un nuevo tipo de población que ocupa la mayor parte de su tiempo trasladándose de un lugar a otro
Pero las cosas han cambiado rápidamente, y ya -lo cual nos duele especialmente en épocas de comicios municipales- no es tan sencillo (supuesto que alguna vez lo haya sido) distinguir entre lo "conservador" y lo "progresista". Si hiciésemos la prueba de comparar el aspecto general que presentaban las grandes ciudades industriales al principio del siglo XX y a comienzos del XXI, probablemente notaríamos la misma diferencia que observó Paul Virilio al hacer esta experiencia con fotografías aéreas de París: la desaparición de la gente. ¿Dónde están los ciudadanos? Sencillamente, en tránsito. La contraposición entre transeúntes y residentes ha sido sustituida por un nuevo tipo de población que ocupa la mayor parte de su tiempo trasladándose de un lugar a otro y que, por tanto, no habita en lugares residenciales sino en espacios transitorios, medios de transporte, salas de espera y puestos de trabajo provisionales. Según explica Richard Sennett, el nuevo orden económico mundial parece haberse vuelto increíblemente "revolucionario": todas las grandes organizaciones -empezando de nuevo por el Estado- se debilitan, las viejas conexiones entre lo privado y lo público desaparecen, las nuevas empresas, como los antiguos guerreros nómadas, desean intervenir en las ciudades pero no involucrarse en su gestión ni mucho menos plantarse en su centro, de modo que ven con buenos ojos la des-regulación y adhieren con entusiasmo a la crítica de toda reglamentación laboral, contable y desde luego urbana; todo lo rígido se torna flexible -continuando con los empleos, los horarios y los edificios- y la dictadura del "corto plazo" -llegando hasta lo doméstico y lo ético- promueve un modo de vida urbano que, lejos de ser democrático y cosmopolita, no tolera más que relaciones superficiales entre sus ciudadanos y, por tanto, exalta sus diferencias pre-civiles y multiplica las fronteras interiores como los distritos de una ciudad sin ley. La nueva ciudad, flexible y elástica, se revela más como un problema y una fuente de angustia que como una solución. En este terreno como en otros, la derecha parece haberle ganado la partida a la izquierda desplazándose rápidamente desde lo "conservador" a lo "progresista", a costa de identificar el progreso con los "grandes negocios": incluso el "cero" de la zona cero aparece como el punto culminante de la cuenta atrás de una magna operación política y urbanística (no se lanzó una sola bomba sobre Bagdad hasta tener firmados todos los precontratos para su reconstrucción), semejante a unos Juegos Olímpicos, como ya sucedió con la caída del muro de Berlín, espléndida metáfora de la disolución de lo sólido. ¿Quién se atrevería a criticar esas operaciones, exponiéndose a ser llamado reaccionario y acusado de freno para el progreso?
La ciudad elástica de los nuevos "progresistas" es, como la ciudad vanguardista de los antiguos, un sueño irrealizable. Pero los sueños son, a veces, premonitorios. Nos indican enigmáticamente lo que debemos (y también lo que no debemos) hacer para que las ciudades no se conviertan en simples alojamientos humanos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.