Memoria personal del peronismo
El peronismo es uno de los movimientos más enigmáticos, más difíciles de clasificar y de entender, más contradictorios de toda América Latina. Hay peronismos de todos los colores y para todos los gustos: de izquierda, de centro, de derecha, fuera de las corrientes políticas tradicionales o dentro de ellas. Uno se tiene que preguntar por el denominador común. En los orígenes parecía más claro, aun cuando la contradicción ya era notoria, pero después se ha desgranado en las tendencias y hasta en los estilos políticos más diferentes. No pretendo dar una respuesta definitiva. Me limito a ofrecer el testimonio de una ya larga memoria sobre el tema. Es probable que la contradicción, la ambivalencia, sean elementos esenciales del fenómeno: partes de su naturaleza misma.
La sociedad argentina anterior a Juan Domingo Perón era la más oligárquica, la más clasista y cerrada de todo el mundo hispanoamericano. Era, enseguida, una de las más racistas, lo cual no es poco decir. Tenía un sentimiento de clara superioridad frente al mestizaje brasileño, peruano, boliviano, incluso chileno. En mi infancia, los señoritos argentinos llegaban a Chile y miraban a sus amigos chilenos con evidente arrogancia. Parece que examinaban con no disimulado desdén la raya de los pantalones, el brillo de los zapatos, la calidad de las corbatas del lado occidental de la cordillera de los Andes. Frente a ellos, los chilenos siempre parecían un poco palurdos, un poco provincianos, algo atrasados de noticias. Por otro lado, desde comienzos de siglo, y sobre todo desde 1920, había en Chile un movimiento social fuerte, que algunas veces había compartido el Gobierno y que parecía haberlo conquistado en forma definitiva con el Frente Popular de 1938. Daba la impresión, en cambio, de que la oligarquía argentina, apoyada en una riqueza agrícola enorme, no tenía un verdadero contrapeso interno. La llegada del entonces coronel Perón y de Evita a la Casa Rosada fue un remezón radical, sorprendente, revolucionario en más de algún aspecto y cuyas ondas expansivas se sintieron en todos los países vecinos. Fue un trastorno social sin precedentes en la América Latina de aquellos años, con la sola excepción de la revolución mexicana.
A mediados de la década de los cuarenta, ya no recuerdo si en 1946 o 1947, hice un viaje de curso, bajo la conducción de dos de mis profesores jesuitas, a Buenos Aires. Se planteaba como un viaje de instrucción, pero nadie se imaginó que se convertiría en un viaje de instrucción política avanzada. Los profesores nos informaron sobre casi todo, pero a nadie se le ocurrió decirnos algo acerca de la naturaleza del régimen gobernante. Mi primera impresión fue la de una ciudad muy desarrollada, llena de magníficas avenidas, de formidables librerías, de una vida nocturna intensa. Nunca he tenido una impresión parecida de fuerza, de grandeza, de vida cosmopolita al conocer otras ciudades de nuestra lengua. Ni siquiera México, Madrid, Barcelona me parecieron comparables a ese Buenos Aires de los años cuarenta. Se sabía, por otro lado, que el fenómeno venía de atrás, de una riqueza que ya empezaba a declinar. Había una sensación general probablemente interesada, provocada por los sectores más reaccionarios del país, de que la gran ciudad había entrado en un proceso de lenta e inevitable decadencia. Una tarde supimos que habían tratado de ponerle una bomba a Perón y que éste había llamado a sus partidarios a reunirse en la plaza de Mayo. Algunos de mis compañeros de curso y yo corrimos a la manifestación. Casi todos los grandes edificios actuales que rodean la Casa Rosada estaban en aquellos días en construcción. Recuerdo los enormes andamios llenos hasta el tope, hasta el punto de que no habría cabido un alfiler, de una masa de obreros que rugía y ovacionaba. Había gente que se había subido a los árboles. En el plano había una muchedumbre compacta, que ocupaba hasta el último espacio disponible. En el balcón principal, en el centro, se divisaban las figuras clásicas, inconfundibles, de Perón y Evita. Nunca me olvidaré del saludo de la multitud a las primeras palabras de Evita. Creo que ella tenía una voz, una oratoria y hasta una presencia en la escena superiores a las de su marido. Había tenido una breve experiencia en el radioteatro y había sabido aprovecharla a fondo. El peronismo no habría sido lo que fue sin esa participación femenina enteramente nueva en la política latinoamericana y hasta mundial. Era la base de una leyenda segura y se transformó muy pronto en una de las grandes leyendas de nuestra época.
Pocos años después, uno de mis profesores de filosofía en el Instituto Pedagógico, el alemán Erwin von Rüsh, gran conocedor del comunismo soviético y del nazismo y que se dedicaba en esos días a estudiar el fenómeno peronista, nos hablaba de una conferencia que había dado el coronel Perón en Santiago hacia fines de la década del treinta, en tiempos en que era agregado militar de su país en Chile. Perón, citado por mi profesor, hombre que había enseñado en la Alemania de Hitler y que había conseguido huir a Valparaíso, explicaba en su charla que el acontecimiento más importante del siglo XX había sido la Revolución de Octubre. Frente a ella, y esto lo había desarrollado el conferencista de una manera más elaborada y detallada, la única posición conservadora coherente consistía en ceder en un veinte o un treinta por ciento para no perderlo todo. Era la idea de Lampedusa en El Gatopardo, la de aceptar un cambio parcial para que en el fondo nada cambie. Como la clase dirigente argentina no lo había entendido ni estaba en condiciones de entenderlo, el peronismo no había tenido más remedio que imponer este criterio por la fuerza, a través de un régimen dictatorial.
En los años treinta, época del Gobierno liberal conservador de Arturo Alessandri Palma, el agregado militar Juan Domingo Perón fue acusado de espionaje y tuvo que salir de Chile. En 1952, el general Carlos Ibáñez del Campo, dictador entre 1927 y 1931, ganó las elecciones presidenciales chilenas por amplia mayoría. Los electores latinoamericanos son desmemoriados y suelen sufrir de nostalgias altamente peligrosas. En su segundo periodo, Ibáñez se ajustó estrictamente a las leyes, pero su gusto personal por los regímenes de fuerza se manifestó en una estrecha alianza con el Gobierno de los llamados"vecinos justicialistas". Me acuerdo de Perón en el verano chileno, de uniforme blanco, flanqueado por Ibáñez y saludando a la multitud desde un automóvil abierto. Ya habían surgido sectores de la centroderecha chilena, los agrarios laboristas, que propiciaban una estrecha integración económica con la Argentina peronista. Perón hizo otra vez una conferencia importante, esta vez en el salón de honor de la Universidad de Chile. El contenido fue de un reformismo social moderado y de un fuerte acento anticomunista. Todavía me acuerdo de la reacción entusiasta de nuestro gran crítico literario conservador, Alone, Hernán Díaz Arrieta, cuya crónica semanal abandonó sus temas habituales para hacer la alabanza de las palabras del jefe de Estado vecino. En otras palabras, el peronismo, que había tenido en sus orígenes notorias simpatías fascistas, como las había tenido, por otra parte, el ibañismo, había tomado un claro partido por el bloque occidental en aquellos años duros de la guerra fría.
Lo que sucedía es que Perón tenía un fuerte espíritu conspirativo y trató de manejar para sus intereses al Gobierno de Ibáñez, el que desde sus comienzos, y, en contra de las expectativas de sus votantes, había demostrado que era débil y mediocre. Consiguió sobornar a una senadora chilena incondicional del ibañismo y ésta fue expulsada por el Congreso en un voto sin precedente alguno en la historia parlamentaria chilena. El Gobierno de Ibáñez terminó en el descrédito más completo y fue sucedido por el de Jorge Alessandri Rodríguez, hijo del presidente que había expulsado al agregado militar aficionado al espionaje.
No pretendo que estas historias del pasado puedan explicar en forma cabal el peronismo de ahora, el de los Duhalde, los Kirchner, los Carlos Saúl Menem, pero conviene, de todos modos, tenerlas en cuenta. El peronismo, más que un partido político, es un movimiento nacionalista con aspectos de reformismo social, con algunas nostalgias seudofascistas, de fondo, en definitiva, conservador. Supongo que a eso se referían Kirchner y Duhalde cuando declaraban que representaban la "tradición peronista" y acusaban a Menem de una desviación de derecha neoliberal. El peronismo, sea como sea, tuvo una evidente función en la historia argentina, puesto que remeció estructuras anquilosadas y oligárquicas de la sociedad, aun cuando no llegó y tampoco pretendió eliminarlas de raíz. Es probable que todavía no haya encontrado una forma viable, eficiente, realmente moderna de gobernar, pero no es imposible que consiga esto a partir de ahora. El país ya tocó fondo y es deseable para todos que emprenda el camino de salida de la crisis. Un aspecto nuevo de toda la situación es el proyecto de alianza con el Brasil de Luiz Inácio Lula da Silva. Si entra Chile en el acuerdo, nos encontraríamos frente a una inesperada y curiosa reedición del ABC (Argentina, Brasil, Chile) de principios del siglo pasado. No sería un conjunto cerrado, esta vez, y no estaría condenado de antemano debido a su carácter excluyente, como ocurrió con el ABC de hace cien años. Todavía, en la Argentina y también en el Brasil, está casi todo por verse, pero creo que se puede mirar el nuevo momento en la historia de la región con un relativo optimismo.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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