Niñas, al salón
Casi todos están de acuerdo. Lo mejor es no ver. Tapar la dura realidad de nuestras troteras y danzaderas. No degradar el centro con las mercenarias del amor. No dejar que estas pobres brigadas internacionales de mujeres que, cautivas y desarmadas, ofrezcan en exposición pública sus servicios eróticos en parques, esquinas, callejones o discretas avenidas. Si quieren ejercer su viejo y humillado oficio, que se vayan al salón. Que se ofrezcan en las páginas de contactos. Que sean limpias y globalizadas, que hagan su página web. Que se modernicen, coño. Que no nos infecten nuestra ciudad ideal, moderna, abierta y permisiva.
Dice Simancas: "Hay que prohibir la prostitución callejera". Apunta Esperanza Aguirre: "Queremos garantizar a los ciudadanos que los espacios públicos no serán degradados; por lo tanto, prohibiremos la prostitución callejera". Menos prohibicionista, Fausto Fernández cree que hay que regular su ejercicio porque la falta de regulación "ha dado lugar en los últimos años a mafias organizadas que trafican con inmigrantes, obligándolas a prostituirse en un régimen de esclavitud". No es de ahora, amigo Fausto, el viejo asunto de la esclavitud, el chulo y las mafias.
Desde nuestra ciudad de todos los pecados, las propuestas se parecen: Gallardón: "Quiero que la prostitución deje de ejercerse en la calle". Promete Trinidad: "Regularé el ejercicio de la prostitución en locales cerrados y no en la vía pública". Menos resolutiva se muestra Inés Sabanés; su compromiso es "constituir un foro con la participación de prostitutas, vecinos, sindicatos y otras asociaciones".
Entre la realidad y el deseo hay una historia tozuda que se escapa a la represión y al control, que excede los límites del gueto, que no desea estar en escaparates, que no tiene su asiento en discretos salones y que carece de dinero para anuncios pagados o para discretos apartamentos. Mal se ataja con la ceguera, con la doble moral, con la hipocresía de los usuarios y la usura de los explotadores. Ya decía sor Juana Inés de la Cruz: "¿O cuál es más de culpar, aunque cualquiera mal haga: la que peca por la paga o el que paga por pecar?". Pues eso.
En nuestra ciudad, hace más o menos ochenta años, en los tiempos de la dictadura- la de Primo de Rivera, claro-, la manera de actuar de los poderes en este viejo problema se debatía entre la prohibición y la represión. Nada nuevo bajo el sol madrileño. La hipocresía del dictador, tan aficionado a colmados y zorrotonadilleras, le llevó a disimular sus escapadas ofreciendo prohibiciones a las demandas de las más mojigatas derechas que le mantenían en el poder. Negar, prohibir -¡llegó hasta a la prohibición de los piropos callejeros!-, perseguir, acotar, es decir, hacer una cosa para la galería y la contraria en los salones de las libidinosas escapadas callejeras. Se publicó entonces una Guía para cortesanas en Madrid, dedicada a un buen aficionado como era Romero de Torres, y firmada con el seudónimo de una tal Ana Díaz. Una de las trampas que allí se denunciaban era que la diferencia en trato, consideración y derechos de sus compañeras prostitutas estaba en su condición social, en su educación. Los tiempos no han cambiado. Ella decía, reivindicando la profesionalidad, que no había que ser de las "tiradas" de dos pesetas. Que había que aspirar, cuando menos, a ser "una de a cien, que se la convierte fácilmente en esposa, adoratriz o en dueña de pensión para extranjeros... No hay quien ame su profesión. Todas las mujeres españolas tienen dentro un vago rumor de máquina Singer". Ironías aparte, lo que sucede es un claro problema de que también hay clases en la prostitución.
Recordar que se fueron, o las expulsaron, de las calles de la "zona bien", de Cuzco, de costa Fleming -naturalmente, siguen en los lujosos burdeles encubiertos o tapados, con clientes de gente bien, de partidos de orden-, han seguido en las calles centrales, en las mismas en que ya las encontrábamos en el Madrid barroco. Ahora, en la Casa de Campo. Cualquiera que se dé una vuelta verá miles de chicas, de mujeres en oferta a los ciudadanos que se atascan en sus coches. Allí esperan ellas, mujeres públicas y nada notorias, que soportan el escaparate de ese campo abierto con la esperanza de burlar su miseria. Chicas pobres, engañadas, de todos los países, necesitadas de toda condición que han ocupado, entre el miedo y la persecución, los que fueron en nuestra ciudad lugares reales, espacios populares o frentes de guerras civiles. También están las españolas, las que proceden de cualquier lugar donde la ciudad pierde su nombre. Todas desnudas o desnudadas, derrotadas o explotadas. Verdadero ejército vencido de jóvenes que esperan, en exposición pública, la llegada de sus vencedores. Que se paren esos madrileños, católicos o agnósticos, burgueses o trabajadores, pijos o parados, populares o socialistas, que por allí pasean sus ficciones de reposos guerreros. ¿En qué salón metemos a estos votantes? ¿Dónde esconderemos después del voto del 25 de mayo a estas no votantes sin castidad? ¿Volverá Madrid a la hipocresía del sexo oculto de la posguerra? El mes de junio te lo diré.
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