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Tribuna:ELECCIONES 25M | La opinión
Tribuna
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Agenda 25 (de mayo)

En 25 años de democracia, las ciudades han experimentado un cambio revolucionario de consecuencias insospechadas. En puertas de unas elecciones municipales, puede ser interesante hacer un repaso de los ciclos de la política local, y también hablar de los ingredientes y dosis que, desde mi punto de vista, son necesarios en su ejercicio.

Los ediles de las primeras corporaciones, y más concretamente los alcaldes, eran quizá excesivamente discursivos, apasionados, y aspiraban a ser gestores universales. Tenían una visión de conjunto que venía como anillo al dedo para unas ciudades descreídas, con la memoria ajada, cuando no perdida. En momentos en los que la energía se volcaba en satisfacer las necesidades más apremiantes, estaban dotados de una capacidad aparentemente sin límites para resolver los asuntos a cualquier hora del día, lo que les otorgaba un cierto perfil de paladines, combinado con un singular pudor para ocultar las faltas de su ciudad, como si de un hijo pequeño se tratase.

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La entrada en escena de la globalización, que se presentaba como elixir curativo y tanque de ideas para todos los problemas de unas sociedades que habían superado los bloques, conllevó que el discurso político -también el local- aminorase su ambición generalista y que la filosofía de lo urbano se pragmatizase. La vida municipal se profesionalizó, se hizo más eficaz y se volvió más cuantitativa, enfatizando la estética de los números. Los planes urbanísticos, estratégicos, económicos, de sostenibilidad, se multiplicaron a costa de perder relación contextualizadora. Era difícil hacer un relato conciso de la ciudad, porque había demasiadas páginas escritas sobre ella.

Sin embargo, en poco tiempo, el individualismo asocial y la panacea de la globalización se quitan la máscara de los éxitos y dejan al descubierto sus defectos, ya sea con el fracaso de la aplicación de sus principios económicos en países pobres y no tan pobres, o por el descrédito producido por los fraudes de grandes empresas consideradas modélicas. La ruptura que la guerra ha producido entre los países del mundo, pone a las ciudades -libres de las ataduras que ligan a los Gobiernos y con el frescor que aportan los ciudadanos- en disposición de jugar un papel más activo para establecer otros marcos de colaboración y cooperación. La situación obliga a todos a elaborar nuevas propuestas, donde la política se sitúe en lugar preferente y acepte la dificultad y la complejidad en que hay que moverse en la búsqueda de soluciones a los problemas. Por ello, lo municipal deberá conseguir una mezcla equilibrada de los vectores que conforman su política. Veamos algunos.

El discurso urbano, es decir, el hilo argumental de la ciudad, consiste en ser capaz de explicar lo que es, lo que debe y quiere ser, en "un par de folios" y en no más de media hora. Viene siendo una condensación en lenguaje inteligible de los distintos planes y proyectos sectoriales, como el hilván necesario entre ciudadanos y políticos, que les impida separarse en estamentos incomunicados. Vale para que miremos la realidad con perspectiva de mañana y podamos sacudirnos los tópicos característicos que, como losas, tienden a gravitar sobre las ciudades y las mantienen viviendo de las rentas del pasado.

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Pero ¿es necesaria cierta dosis de pasión para ser munícipe? La ciudad es una concentración de personas en busca de la cohesión social, que se consigue, sobre todo, en el espacio público. Nacemos, morimos, amamos y convivimos rodeados de ciudad, de arquitecturas y de individuos distintos, múltiples. No nos es un lugar indiferente, porque es sincera, paradójica, y suscita sentimientos encontrados: sorpresa, entusiasmo, inquietud, dolor, alegría, aburrimiento... Para convivir con ellos es necesario graduar tales ambivalencias, y en eso consiste el proyecto personal. Reclamar cierta pasión por la ciudad es conjurar la anorexia del alma de sus habitantes y de sus políticos, la frigidez de las cifras, el exceso de corrección, pero, sobre todo, implica creer en la posibilidad de cambiar las cosas.

La gestión, en cambio, es el cuerpo a cuerpo. Abarca desde la respuesta al vecino que aborda al edil por la calle y reclama solución a su demanda, la mediación en los conflictos cotidianos, hasta la gestión de la funcionalidad de la ciudad, que garantiza que todos los días abra sus puertas con normalidad. Desde la administración del espacio metropolitano, en la que aún no se han dado los pasos suficientes y que va a exigir una nueva distribución de las competencias entre administraciones, hasta la de la red de ciudades en un momento en que ha mudado el concepto escénico tradicional de la calle en un lugar global, sin solución de continuidad entre Times Square, la Puerta de Brandeburgo, la Plaza de la República, la Puerta del Sol o el Obradoiro.

Pero hay otra vertiente fundamental, la gestión del futuro, que se descubre cuando se administra el presente y surge la insatisfacción con lo que ocurre en nuestro entorno. La ciudad necesita un estado de disconformidad para repensarla, replantearla, y al proyecto se le exige audacia y rigor para llenar el hueco de lo que no se ha hecho y de esta forma atrapar el mañana. Hace unas semanas presentamos con Joaquim Nadal en la Seu d'Urgell un libro en torno al porvenir de la capital del Pirineo. Su alcalde, Joan Ganyet, que lleva varios mandatos consecutivos en el cargo, diseñaba el horizonte de 2012 con unos argumentos y una ilusión admirables. Me preguntaba: ¿cómo puede, quien lleva tanto tiempo siendo alcalde y es responsable de aquel futuro ya hecho presente, hablar otra vez de un futuro mejor? Sencillamente, porque lo realizado hasta ahora, siendo mucho, le parece insuficiente.

Los objetivos de las urbes de hoy se expresan en términos como región, metrópoli, carta, planeamiento, inmigración, vivienda, movilidad, cultura, medio ambiente, nueva economía, seguridad... A esas palabras se asocian otras que expresan su gobernación: discurso, entusiasmo, razón, idea, sentido común, moral, equilibrio, urbanidad, honradez, colaboración, competencia, cohesión... Todas ellas giran en torno al círculo de la política urbana, donde todos estos componentes necesitan su proporción. Cuando se diseñan los proyectos hay que elaborar su trama argumental, cuando ésta se transmite hay que hacerlo con convicción, pero luego hay que gestionar, lo que a su vez pone en evidencia las lagunas, y entonces vuelta a empezar.

Quien se acerca a una ciudad como viajero debe observar o preguntar unas cuantas cosas: si sus munícipes hablan de ella con entusiasmo, si sus habitantes la ven bajo un prisma tópico o folclórico, excesivamente autocrítico o complaciente, si les provoca bostezos; hay que fijarse en los rostros de los ciudadanos y en sus relaciones ocasionales, en el espacio público y en el mobiliario urbano, en la nueva arquitectura y en su compromiso o su falta de él, en si su economía es transformadora o conservadora, en sus periódicos, en sus opiniones... Cuando los ingredientes son los apropiados y las proporciones acertadas, se nota en todas partes. Para bien, claro.

Xerardo Estévez es arquitecto.

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