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COPAS Y BASTOS
Columna
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Montevideo

Hay poetas por todas partes. No sólo con motivo de Festival Barcelona Poesia, suma de 50 actos relacionados con el uso y abuso de la palabra, sino en general. Hay taxistas, camareros, proxenetas, estudiantes, monjas y seguratas que, en la intimidad, escriben versos. Yo mismo confieso haber practicado la poesía durante años, con poco sentido de la métrica y de la medida. Incluso el director adjunto de EL PAÍS Xavier Vidal-Folch publicó en 1976 un libro de poemas que conservo para presionarle en futuras negociaciones. Si se hiciera un registro de las mochilas y carteras de los habitantes de la ciudad, encontraríamos (además de pistolas, kits de maquillaje, preservativos, papelas, notas para cuento redactadas con letra ilegible, tarjetas multiviaje, salvaeslips, esposas y vibradores) muchos versos escritos bajo los efectos de un subidón de inspiración. Los poetas están organizados: se reúnen en recitales en los que, de repente, uno se levanta y lee en voz alta, con el mismo desparpajo con el que los actores de un musical se ponen a cantar, sin ruborizarse siquiera. A veces acompañan sus palabras con gestos de rapsoda, poseídos por una verdad expansiva que necesitan compartir o, como en el caso de los más brillantes, convertir en espectáculo.

Están organizados, repito. Incluso publican poemas para teléfono móvil, mensajes SMS de última generación (cuando vean a un joven aporreando el teclado de su móvil con cara de éxtasis, no se lo tengan en cuenta: podría ser nuestro futuro Espriu). Los poetas se citan en locales de aforo reducido, pero luego resulta que no es tan reducido y que cabe más gente que en cualquier mitin electoral (el Palau de la Música, por ejemplo) y que el público sale entusiasmado. Veo poetas en todas partes. En el claustro de la Casa de la Convalescència, Cristina Peri Rossi lee un poema sobre el exilio que termina así: "¿Existió alguna vez una ciudad llamada Montevideo?". A su lado, el africano Kheraba recita en inglés, castellano, suajili, portugués y catalán. Cuando lee: "Vinc cap a tu amb tot el que tinc", si cierras los ojos puedes ver el mar surcado por miles de pateras con inmigrantes que vienen hacia nosotros con todo lo que tienen: ilusión, rencor, espermatozoides, canciones de cuna, trenzas y frascos llenos de arena de calles de infancias sin asfaltar. No todos los poetas saben leer sus propios versos. Pablo Neruda, por ejemplo, lo hacía fatal. Elijo al azar un acto de Barcelona Poesia y, con la buena suerte que me caracteriza, me toca el menos concurrido. En los recuperados Jardins d'Emma de Barcelona (calle de Borrell, entre Diputació y Consell de Cent), algunos poetas han elegido un nublado martes 13 para leer su obra. El título del encuentro es Poesia quotidiana, poesia del canvi de segle, pero, al terminar el acto, me pregunto dónde estaban la cotidianidad y el cambio de siglo.

Escenario: palmeras, velas encendidas y un cielo que amenaza lluvia y por el cual vuelan nerviosas golondrinas cuya vitalidad recuerda la de Timothy Leary bailando, hace años, en la pista del Bikini. En una ventana de las que dan al parque, un vecino recoge la ropa tendida: una toalla con un Mickey Mouse boca abajo (¿poema visual?). Más escenario: una tarima, macetas, sillas de mimbre, mesas de mármol, botellas de agua Viladrau, poco público y unos altavoces Ramsa por los que se amplifican unos versos que son boicoteados por perros ladradores, niños revoltosos, sirenas histéricas, cotorras chillonas y un mosquito cabrón que me pica por sorpresa. Pese a que, en estas condiciones, resulta difícil concentrarse, los poetas superan las adversidades y recitan. Por orden de aparición: Vicenç Llorca ("Pessoa, on és Pessoa?", se pregunta con una voz más apropiada para un sermón que para unos versos), Hermínia Mas ("tot li fa joc, i tot ara és un joc", dice), Juan Carlos Mestre ("bienaventurado el esqueleto de Rimbaud", lee con una dicción rotunda, de teatro clásico), Marina Oroza ("el cuerpo es la cicatriz de la infancia", interpreta de pie, de memoria y con la mirada fija en un punto indeterminado del horizonte) y Marc Romera ("oblida Baudelaire" es una de las frases de un viaje que incluye la letra de un réquiem, una referencia al Peret de la lágrima que cayó en la arena y una descripción de los psicopáticos gustos de Jack el Destripador). Concluyo que la poesía no se puede leer sin impostar más o menos la voz. Me escuece la picada de mosquito. El acto tiene algo de trámite. Pese a los esfuerzos de los poetas por compartir el sentido de sus versos, el marco ha impuesto sus estímulos, probablemente más poéticos que algunos de los poemas que, en estos días, han invadido la ciudad.

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