Vamos a contar mentiras
Uno. Atención, empresarios, programadores, público en general: se cuece un éxito. En realidad ya está cocinado, y con mano maestra. El mètode Grönholm, de Jordi Galcerán, recién estrenado en los talleres del Nacional de Barcelona. Uno de esos éxitos -mido mis palabras- que le harían a uno dejar la crítica para meterse a productor. En todo crítico hay, en el fondo, un productor frustrado; alguien que desearía "participar activamente" en el proceso, y no hablo sólo de dinero: estar allí, detectar la semilla magnífica, ver crecer la planta, abonarla, compartir el triunfo, escuchar una y otra vez las risas y los silencios en los momentos precisos. No hablo de dinero y hablo de dinero, porque El mètode Grönholm es, como se decía en el argot antiguo, el de las compañías de repertorio, una comedia "con mucho dinero dentro", con mucho papel a vender. La verdad es que estoy haciendo un poco el canelo porque se la estoy "vendiendo" a ustedes (aunque no hará ninguna falta, yo creo que se venderá sola) por el modiquísimo precio de un euro, que es lo que cuesta el periódico, en lugar de callarme, invertir en ella y forrarme. Pero me pagan por esto; ése es mi trabajo.
Sobre El mètode Grönholm, de Jordi Galcerán, dirigida por Sergi Belbel
Se preguntarán ustedes: ¿pero a este hombre que le pasa? ¿Ve una maravilla cada semana? ¿Es como esos editores que proclaman "¡obra maestra!" a cada libro que publican? No. Me limito a escoger. Tengo la inmensa suerte, el regalo de poder escoger. Veo, al cabo de la semana, muchas cosas que no son ninguna maravilla, obras frustradas, montajes llenos de buenísimas intenciones. Y, en la medida de lo posible (a veces, pocas, no hay otra cosa), prefiero no hablar de ellas. A no ser, claro, que se trate de patinazos de gran tonelaje, globos hinchadísimos que merecen una pequeña aguja. El público tiene poco tiempo y poco dinero: siempre preferiré recomendar algo bueno, escribir algo que pueda generarme y generar entusiasmo, que perder y hacerles perder el tiempo desmontando un pequeño juguete roto, inservible. Fin de la digresión.
Dos. Volvamos a El mètode Grönholm, de Jordi Galcerán, dirigida por Sergi Belbel. Galcerán fue una de las grandes revelaciones del teatro catalán con el exitazo, en 1996, de Dakota, una comedia onírico-poética, muy brillante, entre Anouilh y Achard, que se verá el próximo enero en el Marquina y que tampoco deben perderse. Luego vino, en 1998, otro triunfo, en el Romea: Paraules encadenades, que ahora acaba de estrenarse en cine. Una comedia negra diabólicamente construida que a mí, moralista hasta el tuétano, me pareció siniestra, misógina, homófoba a rabiar, aunque me mantuvo atado a la butaca durante dos horas: sí, se pueden tener sentimientos contrapuestos ante una función como ante cualquier cosa. Sus siguientes entregas -Surf, Fuita- eran divertimentos ingeniosos, pero no funcionaron demasiado en taquilla, y Galcerán, digamos, se retiró a sus cuarteles de invierno: tradujo, adaptó muchas cosas (algunas de tanta enjundia como la trilogía de la Villeggiatura, de Goldoni), escribió telenovelas, y, mano a mano con Esteve Miralles, perpetró el terrible libreto de Gaudí. Cuando a muchos nos parecía "perdido para la causa", Galcerán vuelve con su mejor obra, un cóctel muy medido de influencias maestras (Mamet, Yasmina Reza, incluso Francis Veber: adoro a los tres), con diálogos fulgurantes, situaciones que cambian de rumbo en el instante más inesperado, interés que no decae y un final sorpresa que contiene otra sorpresa en su interior: el "cínico y descreído" Galcerán ha escrito una "morality play", en la que la impostura, el ansia de triunfo a toda costa y la congelación emocional reciben castigo.
Tres. Naturalmente, no se puede "contar" una obra tan trufada de trampas (en el mejor sentido) y secretos como El mètode Grönholm sin destriparla. El "método" en cuestión consiste en una serie de pruebas psicológicas de alto sadismo, creadas por un apócrifo investigador sueco, para seleccionar altos ejecutivos en empresas multinacionales. A un despacho lujoso y vacío llegan cuatro candidatos, tres hombres y una mujer, para "pasar" (sufrir, más bien) la fase final de la selección. De esos cuatro, sólo puede quedar uno, como en las novelas de Agatha Christie. Nadie les entrevista: las pruebas, las "instrucciones" del juego llegan, como en El montacargas, de Pinter, en sobres cerrados, por un dispositivo abierto en la pared. El "método" es, de algún modo, una cadena de juegos de rol -una especie de Cluedo empresarial- donde se trata de mentir a los otros para dejarles, valga la redundancia, fuera de juego. A los diez minutos de función, la primera sorpresa -la única que revelaré- llega en el primer sobre: uno de los cuatro no es quien dice ser, sino un entrevistador, un head hunter, de la multinacional, y hay que descubrirle. A partir de ahí empieza a girar, cada vez más enfebrecida, una espiral de engaños, traiciones, imposturas y juegos perversos, entre Casa de juegos y Diez negritos, entre El eslabón más débil (o cualquier otro concurso televisivo canalla) y La huella, una huella con cuatro pares de pies. Hay carcajadas, muchísimas, tensión constante, y un sabor muy amargo en el fondo de la boca: un caramelo ácido relleno de estricnina. Cuatro intérpretes soberbios, impecables, tres leones y una leona dispuestos a destriparse: Jordi Boixaderas, Lluís Soler, Roser Batalla y Jordi Díaz, guiados por Belbel con su mejor brújula. Hablando de Agatha Christie y de Diez negritos, se me ocurren tres crímenes posibles que hay que evitar a toda costa: a) es un crimen si esta obra no vuelve en temporada y no gira a lo grande; b) es un crimen si no corren a verla productores de media España o de España entera, y c) es un crimen si alguien no se apresura a vender los derechos para el extranjero. Pocas veces he estado tan seguro de algo: quienes han parido El mètode Grönholm tienen entre manos un diamante negro de muchísimos quilates.
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