La democracia de los números
Los números embelesan. Quien consigue presentar sus puntos de vista sazonados con unos cuantos números o, en su defecto, fórmulas matemáticas, parece haber alcanzado el dominio del lenguaje de la tribu. Otra cosa es que, cuando se miran de cerca, los números o las fórmulas tengan sentido. A veces hay suerte y un matemático bien dispuesto nos advierte del camelo, como sucedió hace unos años cuando el ahora tan celebrado, Bin Laden mediante, Samuel Huntington vio paralizado su nombramiento para la Academia Nacional de las Ciencias en Estados Unidos después de que un miembro de aquel gremio se entretuvo en mostrar que sus "fórmulas" eran pura palabrería, carentes de la mínima especificación para resultar significativas. En otras ocasiones opera la honestidad de los investigadores. Así pasó con uno de los más brillantes premios Nobel de Economía, Kenneth Arrow, quien durante la Segunda Guerra Mundial advirtió al Estado Mayor de que su trabajo en el servicio de meteorología no servía para nada, que sus previsiones no diferían del azar. Cierto es que su honestidad sirvió de poco, porque la respuesta fue: "El general en jefe es consciente de la inutilidad de las previsiones. Sin embargo, las necesita por motivo de planificación". Lo dicho, la fascinación de los números.
Pero no siempre hay matemáticos a mano que fiscalicen u honestos investigadores que reconozcan la inutilidad de sus trabajos. Es una pena, porque vivimos una verdadera borrachera de seudocuantificaciones. Sucede con buena parte de los "informes técnicos" que sirven para justificar decisiones políticas tomadas por razones de pasillo, y sucede sobre todo con encuestas de opinión a propósito de cualquier cosa. El resultado es que acabamos por aceptar como verdades indiscutibles tópicos que caminan de aquí para allá sin que nadie se moleste en echar el freno y mirar desde el principio si los datos son pertinentes y si realmente dicen lo que nos cuentan, si autorizan las inferencias que se hacen al buen tuntún. Cuántas veces, ante unos resultados electorales, hemos escuchado afirmar que "el pueblo no ha querido que el partido ganador obtenga la mayoría absoluta". Eso es como pensar que alguien pudo decir alguna vez "nos vamos para la guerra de los treinta años". Los resultados electorales son la suma de millones de voluntades que optan cada una por un partido diferente y que por supuesto no "eligen" individualmente el resultado final. En eso no hay diferencia esencial con los atascos automovilísticos de los fines de semana. También éstos son el resultado de muchas voluntades individuales, pero nadie los decide. Por cierto, que, precisamente por eso, porque no está en la mano de cada uno decidir nada distinto de sus propias acciones, es un desatino, sino una burla, la habitual recomendación de las autoridades a los automovilistas de que "procuren salir escalonadamente".
Las consecuencias de esas malas lecturas de los números no son inocuas. Vale la pena recordar algún ejemplo reciente. Parece que la mayoría de los vascos está en contra de la ilegalización de HB. También parece que la mayoría cree que ETA es lo mismo que HB. A partir de esa información, con alguna urgencia, alguien podría concluir que los vascos están a favor de la legalización de ETA, esto es, del asesinato como estrategia política. Quizá no hay que descartar esa deprimente posibilidad, pero antes de entregarnos a ella o a otra no menos desoladora que vendría a decir que los vascos han acabado por recalar en la opinión de que ante la barbarie no queda más que rendirse, quizá sea cosa de detenerse en el sujeto tramposo de la frase anterior. El artículo determinado invita a pensar que estamos hablando del mismo sujeto cuando hablamos de "la mayoría", que se trata del mismo conjunto de individuos. En rigor y pulcritud, deberíamos haber dicho que "existe una mayoría que opina una cosa" y "existe otra mayoría que opina la otra". Para verlo más claro quizá sea mejor pensar en números asibles. En un grupo de diez personas, una mayoría, seis, puede hablar una lengua; otros seis, otra mayoría, hablar otra; y sólo dos de ellos manejarse en las dos lenguas, por lo que no sería correcto, a partir de los datos, afirmar que la mayoría es bilingüe y aún menos que "la comunidad es bilingüe" (por lo demás, en realidad, los bilingües son los individuos, no las sociedades).
Pero no hay que extrañarse de que las lecturas rápidas se produzcan. Lo que parece importar es que existan opiniones y se puedan contar y sumar y para eso las encuestas son un filón. Da lo mismo si la encuesta es delirante, si lo que se pregunta es si "cree usted que los males de África proceden de la corrupción o de otra causa", como se pudo escuchar recientemente en una cadena de televisión. Eso es casi como preguntar si le cae bien la constante de Planck. En otros casos, las encuestas no revelan tontería, sino directamente mala fe, como sucede cuando se pregunta, sin más, si "quiere usted pagar más impuestos". Por supuesto, el resultado de esas encuestas nada nos informa sobre lo que pasa en África o sobre las ideas de nuestros conciudadanos acerca de una sociedad justa, a lo sumo nos dice algo sobre cómo están de informados o de hasta qué punto son manipulables. Algo más nos dice acerca de la calidad de ciertos "investigadores".
No sería mala cosa alentar cierta sensibilidad en la ciudadanía a la hora de atender al consumo de números. Quizá habría que pensar, más en veras que en bromas, en crear algo así como una oficina de higiene alimentaria de "datos". Su tarea no sería tanto determinar si a los ciudadanos se les están presentando números imposibles o fórmulas tramposas, tarea para la que están las comunidades científicas y que mal que bien cumplen, como actuar sobre lugares intermedios, sobre los creadores de opinión para que, por torpeza o tontería o malevolencia, no suministren mala información o, por lo menos, no la interpreten indebidamente cuando no es mala. Mientras las cosas sigan como están, seguiremos realizando nuestros juicios y decisiones a partir de información incorrecta, que es lo mismo que decir que seguiremos con juicios equivocados y decisiones erradas.
No creo que sea exagerado conjeturar que esa fascinación por los números tiene bastante que ver con ciertas ideas acerca de lo que es la democracia, que buena parte de la explicación de la idolatría "cuantitativa" es patología constitutiva de eso que se da en llamar "democracia mediática", si es que entiendo bien la idea, si es que hay una idea a entender. Lo que importa no es tener opinión formada, sino tener opinión y poder echar las cuentas. Se tiene opinión sobre la emigración como se tiene opinión sobre los refrescos, con el mismofundamento. Después, los partidos atentos a las encuestas como los tenderos a los estudios de mercado, elaboran estrategias y compiten por los mercados de votos. El conjunto del sistema se juzga democrático porque uno es libre de "escoger sus opiniones", o más exactamente, porque existe una pluralidad informativa que permite a los ciudadanos "escoger sus opiniones".
El problema de esta concepción de la democracia es que no se "eligen" las opiniones políticas como los refrescos, o al menos no debería ser así. Porque, sí, hay varias opciones y, por así decir, uno escoge, pero... ¿según qué criterio? En el caso de los refrescos la cosa está más o menos clara. En las opiniones, no tanto. Aquí no se puede echar la raya sin más y hablar de éxito de ventas sin atender a las condiciones informativas en las que las opiniones se forman. El meollo es ése: las opiniones no se eligen, sino que se forman. No basta con la posibilidad de opiniones diferentes, también es necesario que se pueda discriminar entre ellas. En un reciente libro, Republic.com, un importante constitucionalista norteamericano, Cass Sunstein, ha descrito con minuciosa pulcritud los peligros que para la democracia supone un sistema en donde uno "elige" la información a la que quiere exponerse, en donde cada uno compone la base informativa de sus juicios. En tales casos los individuos sólo atienden a aquellos datos y fuentes que avalan sus opiniones previas, circunstancia, por cierto, que, según muestras ciertos experimentos, hace que siempre se acabe por recalar en la formulación más salvaje de las propias ideas. Para juzgar opiniones hay que tener criterios, y éstos se forman en el reto de la argumentación y el contraste. Si puedo escoger atender sólo a los de mi tribu, si puedo decidir no escuchar la discrepancia, la decisión está tomada de antemano. Situación que se agudiza con las posibilidades abiertas por las nuevas tecnologías que permiten un "consumo" -y la palabra es cínicamente precisa- de información a la carta, que permiten que sólo se siga cierto tipo de información, sobre lo que le interesa y con el punto de vista que se quiere.
Nada de lo anterior quiere decir que los "números" sean siempre irrelevantes y las opiniones deban desatenderse. Por supuesto que tiene sentido preguntar la opinión de la ciudadanía sobre la inmigración. Otra cosa es que tomemos las opiniones como punto final, como expresión sin más de la "voluntad popular" y el horizonte de las decisiones políticas. La espontaneidad no es una virtud. Las opiniones a bote pronto, si es que existe algo que se pueda llamar de ese modo, acaso pueden interesar a los psicólogos, pero no son el territorio sobre el que cimentar las decisiones sobre la vida colectiva. En una sociedad democrática, los ciudadanos han de tener garantizada no sólo la posibilidad de hacer valer sus opiniones, sino la posibilidad de formarse esas opiniones con ciertas garantías de calidad. Posibilidad que no queda asegurada con la existencia de diversos paquetes informativos encapsulados, entre los que "hay que escoger", sino que requiere que todas las opiniones estén en todas partes, que los ciudadanos se vean expuestos al debate y se sientan retados a poner en orden sus opiniones. La formación democrática de una opinión sobre la inmigración, por ejemplo, exige, antes de echar mano de la estadística, un debate que tenga en cuenta todos los datos relevantes (demográficos, fiscales), las diversas experiencias (como emigrantes en generaciones anteriores, como vecinos), el conjunto de principios compartidos (la convivencia democrática, los derechos y deberes asociados a la ciudadanía) o la compatibilidad con otras opiniones, no siempre fáciles de llevar simultáneamente cuando se está obligado a justificarlas, como le sucede al nacionalista "sin fronteras" que reclama papeles para todos. De lo que se trata es de que los ciudadanos, a la hora de juzgar, estén en mejores condiciones. Bueno, se trata de eso y de que luego sus juicios puedan traducirse en decisiones políticas. De otro modo, no sin lamento, habrá que pensar que no le faltaba razón al fatigado exabrupto borgiano según el cual "la democracia es un abuso de la estadística".
Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.