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Utopías imperiales

Uno de los grandes interrogantes que la ocupación militar de Irak plantea es la de cómo ha sido posible que una sociedad como la norteamericana, con una fuerte tradición democrática, con una prensa que en sus mejores momentos ha denunciado y torpedeado los más escandalosos excesos de sus dirigentes, con una población extremadamente diversa y en su gran mayoría apegada a la libertad y los derechos individuales, haya dado carta blanca a la deriva agresiva en que Bush y su equipo la han -y nos han- embarcado.

Por supuesto, el asunto tiene mucho que ver con los intereses económicos y geoestratégicos inherentes a la lógica perversa de la hegemonía imperial, así como con la paranoia securitaria inducida por el 11-S, cuestiones ampliamente comentadas estos últimos tiempos. Con todo, como toda la historia demuestra y como ya se está poniendo una vez más de manifiesto ahora mismo en Irak, no hay poder más precario que aquel que se sostiene sobre la agresión continuada y la fuerza bruta, por más inteligentes que sean sus armas. Entre otras razones, porque, como el propio 11-S evidenció de manera trágica, no hay arma más inteligente y temible que un ser humano fanatizado, cargado de odio, sediento de venganza.

El problema, claro, es que para aprender algo de la historia hay que estar dispuestos a asumir nuestra propia responsabilidad en lo que no nos gusta de ella, y ése parece ser un esfuerzo que no tiene cabida en las pautas culturales hoy dominantes en Norteamérica y en buena parte del "mundo occidental". Más bien al revés: la consigna es huir de la áspera y viscosa realidad, ignorar las consecuencias de nuestros comportamientos, negar los costes de la globalización neoliberal para disfrutar cómodamente sus privilegios en el refugio-fortaleza de una hiperrealidad computerizada, climatizada, higienizada, pasteurizada, en la que el mundo ordinario, de los excluidos, es visto como una jungla amenazadora donde no vale otra ley que la del más fuerte. Y de la realidad se puede huir de muchas maneras: a través, por ejemplo, de la utopía tecnoeconómica del capitalismo tardío.

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Así, durante años y hasta poco antes de los ataques contra las Torres Gemelas y el Pentágono, la economía norteamericana -y, a rebufo de ella, la de buena parte de Europa- ha vivido instalada en una inmensa ficción: la de un supuesto crecimiento indefinido de los beneficios empresariales, y especialmente financieros, como resultado no de inversiones productivas, sino de operaciones especulativas, de opas amistosas u hostiles, de una confianza ilimitada en el control del sistema a través de los avances tecnológicos, los circuitos comerciales, las ingenierías financieras y contables... Una economía virtual dirigida por individuos que raramente pisan la calle, y mucho menos una planta industrial o un campo de cultivo, una economía de despacho gestionada a través de infinitos terminales de ordenador, con órdenes de compra y venta entrecruzándose noche y día en el ciberespacio, auténticos B-52 de las finanzas, que provocan catástrofes económicas desde el anonimato, sin ensuciarse las manos, amasando fortunas para un puñado de ejecutivos e intermediarios y desencadenando paro y hambrunas en regiones y países enteros. Una economía, en fin, que funciona no en base a resultados, sino, como en el famoso juego-estafa de la pirámide, sobre la ilusoria expectativa de una inagotable reserva de incautos a los que exprimir.

La Bolsa y la especulación geoeconómica y financiera como fuente de riqueza... y de miseria. El mundo como un gran videojuego, como un gran casino... con las mesas de juego trucadas.

Además de su fragilidad material, de su virtualidad, algunos de los grandes problemas de ese modelo económico eran y son su vacuidad ideológica y moral, así como, por supuesto, su insostenibilidad social: la vacuidad, por ejemplo, de un concepto de libertad sólo aplicable a las mercancías y a los flujos financieros, no a las personas; o de un concepto de democracia totalmente secuestrado por grupos socio-económicos de carácter oligárquico, o de un concepto de felicidad basado en la máxima y constantemente renovada posesión de objetos y, por tanto, en una permanente frustración; las desigualdades inducidas tanto a escala doméstica en cada país como en la escena internacional en su conjunto; el efecto disolvente provocado sobre todo tejido comunitario; la progresión exponencial de la violencia como modo de relación y comunicación; el creciente sentimiento de inseguridad y vulnerabilidad...

El potencial destructivo de ese modelo llegó a ser tan evidente -con crisis como la del sureste asiático o más recientemente la argentina o en todo momento la africana; con la implosión de la economía dotcom y la puesta al descubierto de los manejos delictivos de muchas de las empresas emblemáticas del "nuevo orden económico"-, que algunos de sus más conspicuos representantes (George Soros, por ejemplo) se sintieron obligados a apelar a la moderación.

El 11-S, sin embargo, ofreció a los adalides y beneficiarios de ese sistema criminógeno, y a la larga suicida, la gran coartada para localizar las causas profundas de la miseria y la violencia del mundo no en su interior, sino extramuros.

De repente, Bush y su equipo de ideólogos se hallaron situados en el lugar adecuado en el momento justo. Su fundamentalismo patriótico-religioso, que hasta ese momento había sido generalmente considerado como una curiosidad antropológica, adquirió de la noche a la mañana carta de legitimidad como núcleo doctrinal en torno al que tejer el rearme moral y material del imperio.

Porque, por más ridículo que pueda parecernos en la vieja, ilustrada y escéptica Europa, para la cosmovisión dominante entre las influyentes sectas evangelistas -y en particular los "cristianos vueltos a nacer" (born again)- con las que sintoniza Bush no hay otra historia válida que la ya escrita en el gran libro divino, y en esa historia los infieles no son más que carne de infierno -y carne de cañón mientras dura su peregrinar en el planeta-. Un planeta que no es más que un escenario provisional para el camino hacia la redención del pueblo elegido, es decir, los Estados Unidos de América.

En esa cosmovisión -aquí reducida a lo esencial, pero no tergiversada-, el bien, la justicia, la libertad, la democracia, no son valores y prácticas que los seres humanos hemos ido creando y desarrollando, mejor o peor, sino un dato genealógico, patrimonial, indiscutible, de ese pueblo elegido y los posibles conversos. La imposición de los intereses norteamericanos en el mundo no es, entonces, una mera posibilidad, sino una necesidad, un mandato divino.

Aunque con matices nuevos, se trata obviamente de una retórica tan vieja como la vieja Europa, de donde procede.

Lo nuevo es que ese delirio pseudoteológico, tradicionalmente marginal en Norteamérica, resulta hoy perfectamente funcional para un delirio mucho más prosaico: el de un gigante que, habiendo creído tener definitivamente el mundo bajo su control, de repente se descubre a sí mismo apoyado en aliados escasamente fiables, acosado por competidores cada día más agresivos, contestado por movimientos sociales cada día más amplios, atacado por fanáticos sin miedo a la muerte, socavado por su propia codicia.

Ahí es donde se produce una combinación letal: la huida hacia adelante del fanatismo neoliberal e hipertecnológico del capitalismo tardío y la huida hacia atrás de un fanatismo religioso de raíz cristiana antagónico, pero en lo esencial simétrico a las más virulentas expresiones del integrismo de raíz islámica.

Los aprendices de teólogo y los tecnólogos de las armas inteligentes toman (¿temporalmente?) el relevo de los magos de la economía como gestores del sistema. En todo caso, la fuga mental continúa. El juego sigue desarrollándose asépticamente en los consejos de administración, en los estados mayores, en las pantallas de los ordenadores, lejos del polvo, la miseria y la muerte. Ahora, en las salas climatizadas del Pentágono; antes, en las de Wall Street. La economía virtual, hiperespeculativa, y la guerra limpia, inteligente, como dos variantes de una misma negación: la de la confusa y problemática realidad ordinaria, la de los individuos reales y concretos como seres humanos. Como dos variantes, también, de una misma utopía: la de la omnipotencia económica, social y política en base a una aplastante superioridad tecnológica y militar. Si surge algún problema imprevisto es porque todavía no se han introducido todas las variables en el ordenador.

Bush y su corte de teotecnólogos, en fin, no son sino un síntoma -como lo son Bin Laden y sus candidatos al martirio, únicos vencedores, por ahora, de esta insensata guerra- de un síndrome extendido y arraigado, el de la progresiva inmunodeficiencia social de un modo de vida enloquecido y enloquecedor, de diabólica inteligencia, de ciencia sin conciencia.

Otro mundo será posible sólo si lo vamos haciendo real día a día, no sólo movilizándonos cuando los nuevos bárbaros atacan Nueva York o bombardean Bagdad.

Pep Subirós es escritor y filósofo.

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