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Tribuna:LA POSGUERRA DE IRAK | Las relaciones transatlánticas
Tribuna
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Aislado en medio del Atlántico

El momento de triunfalismo debe haberles parecido terriblemente breve a los halcones. En cuestión de horas, la foto protocolaria del derribo de la estatua de Sadam Husein fue desplazada de los telediarios por escenas de saqueo y desorden. La Administración de Bush, después de haber ganado el conflicto militar, parecía curiosamente estar poco preparada para lo que debía hacer a continuación en Bagdad. Para el Reino Unido, la cuestión de qué hacer a continuación debe empezar por hacer el recuento del daño colateral causado por la guerra a nuestro prestigio internacional. Lo más inmediato es la división que ha producido entre nosotros y nuestros principales socios europeos. El objetivo del Partido Laborista al hacerse cargo del Gobierno en 1997 era convertir al Reino Unido en un socio de igual importancia en un triángulo con Alemania y Francia. Tras las divisiones producidas respecto a Irak, Europa ha vuelto a un eje franco-alemán, y el Reino Unido vuelve a estar de más.

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Luego está el daño causado a nuestro prestigio en el mundo en vías de desarrollo, donde la percepción ampliamente extendida es que hemos apoyado una guerra no de liberación, sino de imperialismo. Esto es especialmente cierto en las naciones islámicas. La cuestión estratégica más difícil en los asuntos internacionales es cómo Occidente puede llegar a un acuerdo con el mundo islámico. El Reino Unido está bien situado para contribuir a encontrar la respuesta, gracias a nuestra sociedad multicultural y a nuestra tradición de tolerancia. Sin embargo, la guerra en Irak limita nuestra capacidad de actuar como un interlocutor con las naciones islámicas, y en especial las árabes. Las imágenes que hemos visto de la guerra en los medios de comunicación occidentales son versiones pálidas y asépticas de las imágenes de las víctimas civiles vistas en los telediarios de todo el mundo árabe. Hace sólo un año teníamos una coalición amplia y global contra el terrorismo, de la que eran miembros muchos países islámicos. Ahora esa coalición se ha evaporado. En su lugar, lo que hay es una nueva fuente de resentimiento hacia Occidente. Es difícil no llegar a la conclusión de que el impacto global es dejarnos más expuestos al terrorismo internacional. Estados Unidos y Reino Unido han demostrado que son poderosos únicamente para hacerse a sí mismos más inseguros.

Cuanto más tiempo intente Occidente dirigir Irak, mayor será el resentimiento. Washington no parece comprender que sus denodados esfuerzos por mantener a la ONU al margen actúan en perjuicio de sus intereses. Bush necesita entregar el Gobierno de Irak a una autoridad internacional más legítima antes de que su ejército de liberación se transforme en un ejército de ocupación. Debería hacer caso del consejo de la máxima autoridad religiosa de Irak: "Ya han derribado a Sadam. Ahora váyanse". Occidente tampoco puede pretender, después de una demostración tan dramática de su poder, que es un espectador pasivo en el proceso de paz de Oriente Próximo. La guerra en Irak se justificó con la razón de que, después de una década, Washington había perdido la paciencia esperando que Sadam cumpliera sus obligaciones derivadas de las resoluciones de la ONU. Sin embargo, los palestinos han esperado tres décadas a que Israel cumpla sus obligaciones, según la resolución 242, de retirarse de los territorios ocupados.

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En resumen, el prestigio del Reino Unido en el conjunto de los países islámicos depende de la retirada de Estados Unidos de Irak y la retirada de Israel de Cisjordania. Nuestra embarazosa situación como socio menor de la coalición es que la clave para progresar en ambos casos no está en nuestras manos, sino en las del presidente Bush.

Y aquí llegamos al dilema básico del Reino Unido en lo que respecta a la política exterior. No es Irak. Ni siquiera es Europa. Es qué tipo de relación podemos mantener con Estados Unidos mientras esté bajo un Gobierno neoconservador. Y no es únicamente un problema del Reino Unido. Todos tienen el mismo problema de decidir cómo moverse en un mundo dominado por una hiperpotencia activa. Estamos en una fase singular de la historia mundial. Estados Unidos ya posee una potencia de fuego militar igual a la potencia combinada de las diez siguientes naciones que realizan grandes gastos en defensa, y bajo el Gobierno de Bush la adición anual a su gasto militar es mayor que todo el presupuesto de defensa de la mayoría de las naciones europeas. Según las actuales tendencias, EE UU, dentro de esta década, rebasará el punto en el que estará gastando la mitad del presupuesto de defensa mundial y tendrá una capacidad militar superior a todas las demás naciones juntas. El mundo nunca ha sido tan unipolar.

Para el Reino Unido, el unilateralismo de Estados Unidos suscita cuestiones especialmente peliagudas debido a la intimidad de nuestra relación con Washington y la identificación de la política británica con la estadounidense. Tony Blair ha seguido la estrategia de devolver al Reino Unido la posición de aliado más fiable de Estados Unidos. Si había un modelo, éste era recuperar la relación especial de los años Thatcher-Reagan. La trampa es que la relación Thatcher-Reagan fue posible no porque una fuera británica y el otro estadounidense, sino porque ambos compartían las mismas prioridades nacionales perversas y las mismas visiones malignas del mundo. Mientras Bill Clinton estuvo en la Casa Blanca, fue posible recrear esa relación especial de dos líderes que compartían instintos más o menos similares y se encontraban a gusto con una retórica común. El error estratégico fue intentar proseguir la relación mantenida con Clinton con su sucesor. El cálculo político era bastante racional. Blair estaba convencido de que los tories afirmarían que un Gobierno laborista no podría trabajar con una Administración republicana. Sus movimientos para situarse cerca de Bush estuvieron motivados por su determinación de cerrar esta línea de ataque nacional. El error fue subestimar los problemas que conllevaba construir una relación especial sin prioridades políticas compartidas ni valores comunes que proporcionaran los cimientos.

La consecuencia predecible es que, al asociarse con un Gobierno derechista en Estados Unidos, Blair se ha quedado sin apoyo entre los líderes de la izquierda dentro de la Unión Europea. En cambio, depende de dirigentes derechistas, como Silvio Berlusconi, un curioso socio para un líder laborista que se destacó por su compromiso de combatir firmemente el delito. Al analizar los últimos dos años de relaciones con la Administración de Bush, es difícil descubrir qué apoyo hemos recibido a cambio de nuestra lealtad. Tal como me dijo un ministro de Asuntos Exteriores europeo el año pasado: "A todos nos hace gracia el que el Reino Unido no saque nada a cambio". Otro de mis ex homólogos se sobresaltó cuando una persona designada por Bush para el Departamento de Estado estadounidense le dijo: "Para serle franco, nos alegra que usted ya no sea ministro de Asuntos Exteriores, porque su postura estaba más cercana al Reino Unido que a Estados Unidos". Dejando a un lado la estrepitosa falta de tacto de esta observación por parte de un diplomático profesional, nos da una idea interesante de las opiniones privadas de Washington acerca de su supuesto aliado. Los estadounidenses muestran con más claridad que nosotros que existe un abismo entre nuestras perspectivas internacionales.

La trayectoria del vicepresidente Dick Cheney ilustra el desafío que supone para un Gobierno laborista encontrar una causa común en los asuntos mundiales con la Administración de Bush. Cuando era congresista, Cheney votó en contra de una resolución que exigía al régimen de apartheid que liberase a Nelson Mandela. Esto le colocó no sólo en oposición a las posturas esenciales de la socialdemocracia europea, sino en otro mundo. El resultado ha sido una lista cada vez más larga de temas sobre los que la Administración de Bush ha discrepado de nuestra visión internacional. El protocolo de Kioto sobre el calentamiento global, el programa de Johanesburgo sobre desarrollo mundial y la creación de un tribunal penal internacional son sólo las cuestiones de más nivel en las que Bush ha hecho el máximo esfuerzo para bloquear las prioridades de la diplomacia británica. Extrañamente, dada su preocupación por las armas de destrucción masiva, Bush incluso ha socavado nuestros esfuerzos por reforzar el protocolo de la Convención de Armas Químicas, ya que la industria estadounidense no estaría de acuerdo con las inspecciones imprevistas, que podrían ser llevadas a cabo por ciudadanos de sus competidores europeos.

A lo mejor ahora se están aprendiendo las lecciones de Irak en el número 10 de Downing Street. La rápida y pública negativa de Blair a unirse al coro de amenazas de Washington contra Siria es todavía mejor recibida por cuanto contrasta con nuestro papel de fiel eco de Bush en Irak. Cuestionar el grado de la complicidad del Reino Unido con una Administración de Bush no es ser antiestadounidense. Estados Unidos no sólo es el país de George W. Bush; es también el país de Michael Moore, Martin Sheen y Woody Allen. La mayoría de los estadounidenses no votó por Bush; de hecho, la mayoría de esos estadounidenses que fueron efectivamente a votar lo hicieron por Al Gore. Bush tampoco va a estar ahí eternamente. En sólo un año los asesores de Blair se enfrentarán a la exigencia de la Casa Blanca de dar señales sutiles, pero inequívocas, de que avalan la reelección de Bush. Me temo que su instinto básico, si esperan que gane Bush, sea mostrarse dispuestos. Es vital que dominen esos instintos: el interés del Reino Unido está en una victoria demócrata. Tony Blair es famoso por su reticencia a elegir entre alternativas y a buscar siempre una tercera vía. Sin embargo, la negativa a reconocer que existe una opción entre ir al lado de Bush y mantener nuestra posición en Europa nos ha dejado aislados en medio del Atlántico. Si el primer ministro quiere devolver al Reino Unido su categoría de actor europeo principal, debe aceptar ahora que acercarse a Europa exige, por definición, poner más distancia entre el Reino Unido y Bush.

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