"El mayor peligro para el mundo es la superpoblación de los países pobres"
La última vez que presentó un libro en España, Giovanni Sartori montó un escándalo. Y nadie que le conozca puede dudar de que disfrutó mucho con ello este italiano vivaz y agudo, ya jubilado de sus cátedras en las universidades de Florencia y Columbia, en Nueva York. Con su Multiculturalismo y pluralismo, Sartori había lanzado un torpedo contra la línea de flotación del discurso de la izquierda europea sobre la inmigración, sobre el supuesto deber de las democracias de practicar una política de "puertas abiertas" y la supuesta bienaventuranza del multiculturalismo en las sociedades abiertas y desarrolladas. Aquel breve libro, escrito en la mejor tradición del panfleto provocador, incitador al debate y políticamente muy incorrecto, soliviantó especialmente porque su autor ha sido considerado siempre como un pensador de izquierdas. Sartori advertía sobre los peligros que supone para las democracias una inmigración descontrolada que conduzca a la generación de guetos y bolsas de culturas no integradas, ajenas e incluso hostiles a las reglas de la sociedad abierta. Y atacaba la tendencia de la izquierda europea a exaltar la multiculturalidad como un gran logro de la tolerancia cuando, en su opinión, es el terreno más fértil para la intolerancia, el conflicto cultural y la descomposición del Estado de derecho. Como suele suceder en estos casos, muchos aplaudieron a Sartori sin haberle leído y otros lo condenaron como converso a las tesis de la derecha y de aquellos sectores clericales que, en toda Europa, pero especialmente en Italia, advertían sobre los peligros de una inmigración no integrable, especialmente la procedente de países islámicos.
"Los países desarrollados han de incentivar una estricta política de la natalidad y condicionar la ayuda al cumplimiento de los objetivos de control"
"Estamos destruyendo las grandes selvas y creando tierras de cultivo que apenas duran unos cuantos años, y la desertificación continúa"
Su nuevo libro, La tierra explota, presentado estos días en España por la editorial Taurus, que también publicó el anterior, podría parecer una nueva travesura de Sartori para enfurecer a todo tipo de beaterías, religiosas e ideológicas. Pero, como insiste él en esta entrevista en el hotel Palace de Madrid, la cuestión tratada, fácilmente deducible del título del libro, es muy seria. Tanto que nadie quiere ya ocuparse de ella. La superpoblación de la Tierra, de la que nadie habla en los últimos años, amenaza la existencia misma de la humanidad. Y Sartori no habla de siglos lejanos. Asegura que, sin intervenciones de urgencia, nuestros hijos y nietos podrían ser testigos de la agonía de la especie. El catastrofismo ecológico está muy desacreditado por agoreros, pseudocientíficos y santones pacifistas. Pero Sartori sería el último en dejarse intimidar por malas compañías; en sus conclusiones -maneja cifras de la mano del coautor del libro, el periodista experto en problemas económico-financieros Gianni Mazzeloni- asegura que el mundo está en peligro inminente, y entre todos los responsables del probable desastre destaca a uno: la Iglesia católica.
Pregunta. En su nuevo libro, La tierra explota, nos viene a explicar precisamente eso: la tierra no tiene ni espacio ni recursos para albergar más allá de unas décadas a una población mundial al ritmo que hoy crece. El fantasma de la superpoblación estuvo muy presente hace unas décadas, pero hoy apenas se habla de ella. ¿Qué hay de nuevo en su libro al respecto?
Respuesta. Yo creo que lo primero nuevo que hay en este libro es que hemos logrado reunir y ordenar muchas cifras y datos que en muchas ocasiones están a disposición de ciertos organismos, pero no han sido confrontados y juntados para crear este cuadro tan alarmante. Muchos datos aislados sólo adquieren su especial significado cuando se enmarcan tal como lo he hecho. Eso es nuevo. Pero también es nuevo que señalo la primera causa del desastre que nos amenaza, que es la superpoblación de los países pobres, y que señalo al principal culpable, que es la Iglesia católica.
Mire, el mundo cuanta hoy con una población de unos 6.000 millones de habitantes. Para el año 2050 se estima que tendrá unos 9.000. Pero de todos ellos, sólo 1.000 vivirán en lo que llamamos el mundo desarrollado y rico. La inmensa mayoría pobre del mundo consumirá cada vez más rápidamente los recursos, lo que supone un crecimiento insostenible. Lo curioso es que la grave cuestión de la superpoblación no juega ningún papel en los programas de los organismos internacionales. La Administración norteamericana ha recortado o liquidado sus programas al respecto en el Tercer Mundo, y el Vaticano juega un papel nefasto con su condena no ya del aborto, sino de la propia anticoncepción. Sé que hay muchos intereses detrás de esta política, pero lo grave es que no exista conciencia en las opiniones públicas sobre el inmenso peligro que supone para todos. Gobiernos y poblaciones se comportan como avestruces. Todos ignoran esta cuestión en la que nos va la supervivencia. Por eso he escrito este libro.
P. ¿No se trata más bien de buscar un desarrollo algo más equitativo?
R. Todos los organismos internacionales hablan de los agravios económicos, de la explotación, de las desigualdades, de la pobreza, etcétera, lo que, por supuesto, es absolutamente cierto. Pero no tienen efecto sobre esta cuestión. Lo que intento decir es que basta ya de mirar hacia otro sitio porque el problema es muy serio y los límites de los plazos para que se consume el desastre están ya a ojos vista.
P. ¿Quiénes son los culpables de la situación actual? La Iglesia católica, dice usted, ¿por qué? ¿Quiénes más?
R. Son muchos, aparte de la Iglesia, que con sus ideas absurdas sobre la vida están haciendo un daño terrible en el Tercer Mundo. La idea de equiparar vida con vida humana es un absurdo que lleva a esas posiciones en que se impide un efectivo control del crecimiento de la población. La vida la tiene un mosquito y la tiene una planta, y nosotros la interrumpimos sin ningún problema. Yo creo que la vida humana sólo existe cuando el ser humano es capaz de reflexionar sobre sí mismo y tiene, por tanto, autoconciencia. El hombre no es distinto del animal hasta que llega a tener consciencia de sí mismo, hasta que se convierte en animal pensante. El niño recién nacido todavía no lo es. Si muere al nacer, no ha sido consciente de su muerte ni la sufre más que cualquier animal. La vida humana empieza a ser radicalmente distinta a la de cualquier otro ser viviente cuando comienza a darse cuenta. Y por cierto, no en el útero de la madre. Aún más absurdo, en esta campaña de la Iglesia que lanza al descontrol a la población mundial, es la oposición a los anticonceptivos. Es un disparate. ¡Si yo rompo un huevo no estoy matando un pollo!
P. Pero la Iglesia no está sola.
R. No, por supuesto. La Administración del presidente norteamericano, George Bush, bloqueó el acuerdo de Kioto sobre emisiones, frustrando así lo que podría haber sido un acuerdo con gran valor simbólico, aunque el práctico fuera como una gota de agua en el desierto. Habría servido para una mayor concienciación mundial de nuestros problemas inmediatos. Para defender su actitud dijo que él tenía que defender los intereses de los trabajadores norteamericanos, lo que, además de ser una postura egoísta, es una postura miope porque el deterioro global no tiene fronteras. Pero cuando ha anulado la financiación a tantos grupos que se dedican a la planificación familiar en África y otras regiones del Tercer Mundo no ha podido aludir a ningún interés norteamericano que le llevara a hacerlo. Porque no lo hay. En estas cuestiones Bush actúa por motivos ideológicos, como la Iglesia. Ideológicos y políticos porque necesita el voto católico, que fue el que le dio aquella victoria por los pelos en Florida.
P. Entre los recursos primeros en faltar, ya es el caso, está el agua. Ya se habla de las guerras por agua, y no por petróleo.
R. El agua sin duda es clave. Porque no tenemos sustitutivo. Lo tenemos desde hace décadas para el petróleo con el etanol y otros combustibles en desarrollo o cuyo desarrollo se paró precisamente por los intereses de los grupos petroleros. Pero no tenemos nada que sustituya al agua. Es ya hoy un problema de enorme dramatismo, y no sólo en África. China y la India están en enorme peligro. La autosuficiencia alimentaria de estos dos gigantes se basa en la explotación de las aguas subterráneas que cada vez hay que buscar a más profundidad, y este proceso acabará por desecar los grandes ríos de estos dos países que suman casi 2.500 millones de habitantes.
P. Y la tierra.
R. Por supuesto, también la Tierra. Estamos destruyendo las grandes selvas y creando tierras de cultivo que apenas duran unos cuantos años y la desertificación continúa. También el efecto invernadero afectará a la menor disponibilidad de espacio. Respecto a las guerras por el agua, yo no estoy tan seguro. Puede que haya ciertos conflictos, quizá por el agua de ríos africanos; pero, por ejemplo, el Yang Tse es todo chino, y los grandes ríos indios fluyen dentro de sus fronteras. Y no creo que Irak vaya a invadir a Turquía, que controla el flujo de sus principales vías de agua.
P. ¿Ve alguna solución viable con el actual orden mundial?
R. Considerando que estamos hablando de una cuestión de vida y muerte para todo el planeta nos tenemos que plantear, y la opinión pública no es consciente, de que es un problema que hemos creado nosotros. No es una catástrofe natural. Si se percibe la gravedad del problema, habríamos dado el mayor paso para su solución. Sí la Iglesia católica abandona su cruzada, si Washington se conciencia y moviliza, si las organizaciones internacionales actúan, hay formas de acabar con esta explosión demográfica. Los países desarrollados han de incentivar una estricta política de regulación de la natalidad, y si es necesario, condicionar su ayuda a los diferentes países a un cumplimiento de los objetivos de control. Hemos invertido en los últimos 50 años unos 400.000 millones de dólares en África para absolutamente nada. Se trata de condicionar todas estas ayudas al control de la natalidad. Los métodos ya existen. Irán ha tenido mucho éxito con su política al respecto. Han bajado de siete a dos y medio hijos por pareja. Si se dieran las condiciones descritas se podría parar el crecimiento mundial de la población casi instantáneamente.
P. Habla usted de la carga ideológica que mueve a Bush en este terreno. Hable sobre su opinión de Bush y su política.
R. Bush es un fundamentalista cristiano que tiene, como el Papa, la noción de que Dios le habla a él directamente. En ese sentido no deja de tener similitudes con los fundamentalistas islámicos. Es un hombre que cree que Dios le ha salvado de su pasado. Una vez escribí un artículo en el que había ciertas frases que el Corriere della Sera me pidió eliminar. Decía yo que lamentaba muchísimo que Bush hubiera dejado de beber porque, de seguir bebiendo, habría sido un presidente mucho mejor y no sería un cristiano renacido. El mundo sería más seguro y todos estaríamos mejor.
P. Háblenos del fundamentalismo islámico, una de sus grandes preocupaciones.
R. No hay más analogía entre los fundamentalismos cristiano e islámico que su rigidez. El fundamentalismo islámico tiene un origen bien distinto. Entiende hoy que el fracaso de los Estados árabes y musulmanes, en general, en crear Estados modernos que satisfagan las necesidades de su población se debe a que se alejaron demasiado de las fuentes originales del islam. Yo he expuesto anteriormente las enormes dificultades que existen para integrar a inmigrantes musulmanes en sociedades democráticas abiertas, porque rechazan la separación Iglesia Estado, y porque su única fuente de autoridad reconocida está en la mezquita y en el imam. Hay quienes me dicen que existen musulmanes perfectamente adaptados a la vida en Estados democráticos, y es cierto. Pero son una minoría. Aquí el principio teórico de adaptabilidad se enfrenta radicalmente a los datos estadísticos. Existe una capa, cada vez más fina, de musulmanes occidentalizados, y una fuerte corriente fundamentalista que se ha fortalecido con instrumentos de la modernización como la televisión. Su fundamentalismo coránico supone un fuerte factor aglutinador para una mayoría de los 1.200 millones de musulmanes que hay en el mundo.
Los regímenes árabes son muy frágiles, y la guerra en Irak, aunque ha salido muy bien, aún puede tener efectos catastróficos en la movilización del fundamentalismo. Pero es cierto que veo hoy menor riesgo que al principio de la guerra, a la que yo me opuse en su día. Hoy, lo que hay que lograr es imponer en Irak un régimen mejor al que había, lo que no debiera ser difícil dado el carácter del derribado, pero que nadie hable de democracia tal como nosotros la entendemos. En la cultura occidental tuvimos las guerras de religiones internas que finalmente llevaron a la separación de Iglesia y Estado. Eso no ha sucedido en el islam ni puede suceder. Es posible que se creen políticas de consenso en los países musulmanes, también las hay en tribus africanas; pero eso no es democracia. Y yo, desde luego, no creo en una creciente moderación, sino, por el contrario, en un fortalecimiento del fundamentalismo.
P. ¿Cree usted que estamos ante el choque de civilizaciones que viene augurándose desde el ensayo de Huntington?
R. Los choques de civilizaciones no tienen por qué desembocar en guerras. La Unión Soviética y Occidente protagonizaron un choque de civilizaciones y, sin embargo, nunca estuvieron en guerra. No creo en guerras de civilizaciones, pero sí creo que el mundo islámico seguirá siendo un mundo hostil a nuestra civilización, y que si pudiera, intentaría someternos, pero más por medio de la producción de niños que por la de armas. La natalidad también es un arma. Mao quiso en un principio que los chinos tuvieran muchos hijos. Su argumento era que con una inmensa población ni las bombas atómicas podrían frenarlos porque las bajas no serían relevantes. Después abandonaron su política en aras del desarrollo, y han sido efectivos, si bien crueles, en su política de control. También la India lo ha sido con métodos menos desagradables. Y México ha aplicado una política de éxito en este terreno. Pero los palestinos, por ejemplo, siguen considerando la natalidad como su principal arma para ganar su lucha contra Israel. Y como ellos, en general, los fundamentalistas islámicos.
P. El ecologismo, en general, aboga por poner freno al consumo de los países desarrollados.
R. Es que decir que Occidente consume demasiado es una cuestión moral, pero en nada afecta a una realidad que nos confirma que hoy ya la mitad del efecto invernadero se genera en los países pobres, y que el desarrollo de los mismos, con sus poblaciones en constante crecimiento, es una amenaza mayor para el medio ambiente.
P. Pero es difícil decirles, ahora que nosotros tenemos estos niveles de bienestar después de nuestra contaminación desde la revolución industrial, que renuncien a ello.
R. La cuestión es que lo que están haciendo no sólo nos perjudica a nosotros, sino también a ellos. El calentamiento global y todas sus derivaciones son un peligro para todos y nada justifica que ahora se repitan errores que se cometieron en el pasado. El desarrollo por sí mismo no es una solución a los problemas que nos ocupan. El desarrollo lleva a mayor consumo de energía, a mayor consumo de agua que no tenemos. Ese desarrollo no es sostenible. Pero el autoengaño continúa. Allí y aquí. Los políticos viven al día y no harán nada a no ser que las opiniones públicas se movilicen.
"Siento rechazo a los americanos"
"TENGO TODAVÍA UNA CASA en Nueva York, pero no suelo ir. No me apetece. Y ya no es la cuestión de que me desagrade George Bush o su política. Son los americanos. Siento rechazo. Soy europeo". Giovanni Sartori ha sido profesor en la Universidad de Columbia, en Nueva York, durante muchos años. Conoce muy bien aquel país, sus caras amables y las que lo son menos, y no es precisamente un hombre de filias y fobias. Pero se le nota muy bien que hace décadas ya dejó de considerar necesario matizar lo que considera obviedades. Y, sin embargo, es hombre de profundos matices en la reflexión, este italiano de ojos sonrientes, la mejor explicación posible para su pereza a convivir hoy con aquella sociedad en la que el matiz es sospechoso.
Muchos críticos le echan en cara su contundencia y le acusan de excesivo desparpajo intelectual en el trato de cuestiones muy graves y espinosas. Él no oculta que las críticas e incluso los ataques le agradan, pero no parece dispuesto, ni siquiera ahora ya jubilado en la Universidad, a dedicar mucho tiempo a la polémica ni con aquellos que le acusan de ser un izquierdista con buenas maneras ni con quienes han descubierto en él a un ultraderechista xenófobo, disfrazado durante décadas de liberal de izquierdas.
A estas alturas, nadie le niega su magnífica lucidez y un sentido común pulido en brillante inteligencia con el que disecciona fenómenos sociales y políticos que muchos preferirían que no fueran abordados. Imponer la integración de los inmigrantes exigiéndoles renuncias a su cultura e identidad, y obligar a los pobres a ser menos para no hacer "explotar al mundo" son exigencias que crujen en la sociedad desarrollada actual, con su Zeitgeist cargado de culpas y relatividades. Ha llegado a España a presentar su última provocación y se le nota que ya disfruta con las reacciones a la misma.
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