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Análisis:ELECCIONES 25M | El análisis
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La alternancia problemática

En un reciente artículo, Luis Daniel Izpizua se preguntaba por una aparente paradoja del comportamiento electoral de la sociedad vasca. En concreto, la de que los partidos nacionalistas parecen estar inmunizados contra los efectos esperables de su propia deriva radical, de modo que mantienen la fidelidad de todo su electorado a pesar de su posición cada vez más extremista; mientras que los partidos constitucionalistas, por el contrario, no ven premiada su propia moderación con un aumento correlativo de la confianza electoral. En definitiva, que el desplazamiento del PNV a lo largo del eje moderación/radicalidad (y ciertamente ese desplazamiento ha sido ostensible en el último quinquenio) no le priva del apoyo de su electorado más moderado. Lo cual probablemente realimenta el impulso radical de la cúpula del partido, que constata con alivio que su política carece de coste electoral.

Lo importante es que la sociedad se mueva junta, no que se mueva rápido o lejos
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Habría que matizar mucho esta percepción si miramos el medio plazo, pues ahí no se ajusta a lo que enseñan los fríos números. En efecto, si tomamos las elecciones autonómicas como las más fiables en la expresión electoral del sentimiento sobre el binomio autonomismo/nacionalismo, observamos que las opciones nacionalistas muestran una pauta constante de estancamiento e incluso regresión desde 1986 en adelante. Nunca han vuelto a conseguir su máximo de 776.000 votos y un 46,8% sobre el censo que lograron en aquellas elecciones. En las del 2001, a pesar de que se registró un incremento agregado de 275.000 votantes por respecto a 1986 (un 20% más), las opciones nacionalistas se quedaron en 747.000 votos, un 41,2% del censo. Los partidos no nacionalistas exhiben, por el contrario, una pauta sostenida de crecimiento: en 1986 recibían 367.000 votos (el 22% del censo). En 2001, eran 669.000 los votos (un 36,3% del censo).

Estas pautas divergentes sugieren otra explicación de la reciente radicalización del nacionalismo, muy distinta de la anterior, que era la ausencia de coste electoral del aventurerismo. Se trataría más bien de que el PNV sería consciente de que el tiempo trabaja en su contra, de que peligra en un futuro no muy lejano la hegemonía electoral nacionalista, e intentaría forzar la situación ahora que todavía es mayoritario. A pesar de estas matizaciones, la pregunta de Luis Daniel Izpizua sigue siendo pertinente respecto a los últimos registros electorales. ¿Por qué las opciones constitucionalistas no son capaces de recoger los votos de los nacionalistas moderados y los vasquistas difusos para construir con ellos una mayoría distinta?

En cierto sentido, esta cuestión equivale a la de preguntarse por la razón del fracaso de la estrategia del sorpasso que pretendió Mayor Oreja en el 2001. A mi juicio, todos los datos indican que la razón se encuentra más en las propias características de la oferta electoral no nacionalista (lo que se podría votar) que en la propia cohesión del voto nacionalista (lo que se vota). Cierto que existen factores de peso para la estabilidad del voto nacionalista, conectados con su larguísima permanencia en el gobierno (la creación de amplias redes clientelares y el efecto de deferencia que provoca su condición de partido en el poder), pero esencialmente se trata de la carencia de una alternativa viable: si el voto nacionalista o vasquista moderado no abandona al PNV es, sobre todo, porque no encuentra adonde ir.

El PP se ha convertido en el peor enemigo de su propia estrategia, al abusar de un discurso antinacionalista inflamado, alicorto y torpe, que sólo genera rechazo visceral fuera de su electorado. El PP reúne según los estudios empíricos el máximo de preferencias negativas en el electorado (el partido al que éste nunca votaría). Y así no cabe atraer a un solo nacionalista.

¿Y el PSE-PSOE? ¿Por qué su posición autonomista no es capaz de convocar al electorado vasquista refractario a la radicalidad? En parte, por la inconsistencia y falta de credibilidad de su discurso. Pero, sobre todo, por una característica que comparte con el PP, y que resulta determinante en la cultura política de la sociedad vasca: su carácter de fuerza política nacional (estatal). Es el hecho de que se trate de un partido de fuera que, además, se turna en el Gobierno de Madrid con el PP, el que le sitúa bajo una luz a priori desfavorable para el elector de sentimiento nacionalista. Es indiferente la verdad o falsedad de la percepción, lo trascendente es su capacidad movilizadora en el imaginario social. Además, lo que es inicialmente un dato puramente psicológico se correlaciona con uno objetivo, el de que un partido que ocupa el Gobierno central no puede ser al tiempo reivindicativo en lo autonómico. Y por moderado que sea, el nacionalista reclama autonomía.

No debe olvidarse que un rasgo esencial del nacionalismo vasco (que lo aleja del catalán) es su acusado antiespañolismo y una arraigada desconfianza incluso aldeana hacia los de fuera. De ahí que el votante nacionalista difícilmente dejará de votar al PNV mientras la alternativa que se le ofrezca sea una estatalista. En su decisión cuenta más la naturaleza del partido que su mensaje.

Si los partidos constitucionalistas están condenados por su propio código genético a no poder recoger los votos moderados de nacionalistas preocupados, la única conclusión lógica es la de que sería necesaria la existencia de un partido nacionalista o vasquista moderado para hacerlo. La clave para hacer sentir al PNV el coste de su deriva radical, y por tanto para frenarla, no estaría entonces en construir discursos transversales entre fuerzas existentes, sino en la aparición de una fuerza política radicalmente autónoma, que poseyera un ámbito exclusivo de obediencia vasca. Sólo un nacionalismo moderado podría frenar al radical en el campo electoral.

La paradoja es que, si tal partido naciera y resultara viable, su propia existencia dejaría superada la estrategia del sorpasso, pues nos introduciría probablemente en una dinámica centrípeta propiciadora de un pacto consociativo, alejándonos de la polarización centrífuga actual. La obtención de la mayoría para uno u otro bloque, algo que nunca debió llegar a considerarse como un objetivo político con sentido, resultaría entonces irrelevante. Pues lo importante, como decía Oakeshott, es que la sociedad se mueva junta, no que se mueva rápido o lejos.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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