Piso bajo
Dice un aforismo chino que llamamos casualidad a todo aquello cuyas razones no conocemos, lo que no quiere decir que no las haya. Una de estas casualidades, una causalidad sin causa conocida, puso delante de mis ojos la otra mañana, en un puesto de libros de la Gran Vía, una novela que no conocía de Ramón Gómez de la Serna. Tenía prisa y no había pensado detenerme ante el tenderete, uno más de los que se instalan con motivo del día del libro en las calles más céntricas, tenderetes que no son de libros viejos o antiguos, como los del paseo de Recoletos, sino de saldos nuevecitos y heteróclitos. No pensaba detenerme porque, generalmente, estos puestos suelen repetir los mismos surtidos, ediciones baratas de los clásicos, libros prácticos y novelas de bolsillo reeditadas. Así que, visto uno, visto todos.
No se por qué me llamó la atención la austera portada azul de la colección Austral de Espasa Calpe, una colección imprescindible durante largos años de pocos libros y grandes censuras. Tenía prisa pues me dirigía a uno de esos conciliábulos variopintos y diarios que también han hecho imprescindible al Círculo de Bellas Artes como foco y punto de referencia de la vida cultural, artística y política de Madrid. La cita, vamos de casualidades, era precisamente en la sala Ramón Gómez de la Serna del singular edificio coronado por la estatua de Minerva.
Otra casualidad me esperaba esa noche al abrir las páginas de Piso bajo, novela madrileña de costumbres, desacostumbrada y personalísima como todas las obras de Ramón. Eran vísperas de mayo y la breve novela, no llega a las doscientas páginas, situaba la acción en la plaza del Dosde, como familiarmente conocemos los vecinos y viandantes de Malasaña, Maravillas, a este espacio desajardinado que preside el Arco de Monteleón, la vieja portada de ladrillo del cuartel de artillería donde rendían servicio Daoíz y Velarde, héroes de la Independencia, castigados a pasar a la posteridad luciendo las pantorrillas, disfrazados con ridículas túnicas pretendidamente clásicas.
La novela de Ramón, como todas las suyas, aparece trufada de espumosas greguerías, relámpagos de ingenio, entre el epigrama y el aforismo, que no entorpecen el seguimiento de la leve trama sino que la enriquecen. A Piso bajo la define su autor como "el poema en prosa de la gran ilusión y de la gran inquietud" y cuenta la historia mínima de una menor, de una quinceañera que vive con su padre "el filósofo con pies de elefante", en una planta baja con ventanales abiertos a la plaza patriótica, polémica y castiza. "Es tan quinceañero Madrid -dice Ramón en el prólogo- que en las cifras romanas de los Arcos de Triunfo se caen todos los números salvo el X y el V, cosa que satisface a la arquitectura porque eso la quita edad".
Al Arco de Monteleón, "armazón quemada de la traca que acabó con Napoleón", los franceses, sugiere el autor, "la hubieran convertido en un arco de piedra, pero los españoles, realistas e intimistas, han preferido que conserve sus auténticos ladrillos".
Piso bajo es una novela española, realista e intimista construida con ligeros ladrillos unidos con fina argamasa, un hojaldre relleno de cabello de ángel con un poso de acíbar, de nostalgia amarga. El relato cuenta la breve peripecia de Olvido, la niña del filósofo, su despertar de primavera y su leve momento de eclosión gloriosa para terminar anunciando su agostamiento de flor cortada, seca en un convento.
Novela que narra un instante y que Ramón reconoce haber soñado y vivido desde su primera juventud. Una novela de iniciación y una novela de "mirón": "He querido, además, hacer la novela de los pisos bajos, de esos pisos bajos madrileños que tienen intimidad con el que pasa".
Desde su ventana con vistas a la plaza, Olvido hubiera podido asomarse este año a las fiestas y escuchar a Juan Perro y a Las Hijas del Sol actuar frente a la dúplice y heroica efigie, pero Olvido sigue recluida en su convento, aunque tal vez la hayan exclaustrado unas horas para que fuera a ver al Papa de Roma, que un día la apartó de las calles.
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