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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Descenso a la locura

J. Ernesto Ayala-Dip

Como había procedido en La tempestad, Juan Manuel de Prada vuelve en La vida invisible a la invención más pura. Y como en aquella ocasión, la escritura vuelve a traicionarle. La escritura y una preocupante falta de definición en una de las zonas cruciales en toda novela: la unidad de tono y sentido. Cuando hablamos de invención pura, con ello queremos indicar la competencia del escritor de Baracaldo para asumir en su último título las exigencias de todo propósito novelesco, ese tránsito agradecido por una buena trama, una siempre solvente realización del punto de vista y unos personajes que se van sucediendo con sus roles bien dibujados. Nada que objetar al cúmulo de peripecias que cargan los personajes, experiencias de variada naturaleza que otorgan espesor al relato y no poca expectativa por el final de sus destinos. Aunque tal vez se podría reprochar aquí al autor de Las máscaras del héroe, que la circunstancia que desencadena el vertiginoso sentimiento de culpa del narrador (una incipiente aventurilla en el extranjero), apenas ofrece entidad suficiente como para justificar el "viaje al fondo de la noche" que se nos propone.

LA VIDA INVISIBLE

Juan Manuel de Prada

Espasa. Madrid, 2003

533 páginas. 22 euros

La vida invisible es un relato sobre los costados más inesperados e infernales de la condición humana. Éste es un tema que está haciendo su agosto en la novela española de los últimos años. Sin ir más lejos y excelentemente resuelto se pudo leer hace dos años en El secreto de la lejía, de Luisa Castro. Juan Manuel de Prada crea a Alejandro Losada, un escritor que, en vísperas de su casamiento con Laura, viaja a Chicago para dar una conferencia sobre literatura española contemporánea. Allí conoce a dos personas que cambiarán radicalmente su vida. Una es Elena, a la que conoce en el avión, y el otro es Chambers, un curioso individuo que lo pone en contacto con la dantesca existencia de Fanny Riffel, un mito erótico de la posguerra norteamericana. A partir de estas relaciones, Alejandro sufre una irreversible transformación, un descenso hasta la locura, ajena y propia, y una búsqueda enfermiza de redención final.

La adjetivación autocomplaciente (y muchas veces de dudoso gusto), la construcción pretendidamente irreverente (como "crecían almorranas en el alma"), el aguafuerte insistente, un habla inopinadamente canallesco en un héroe impelido religiosamente a buscar su salvación, todo ello es lo que nos distancia de la novela de Juan Manuel de Prada. De pronto, todo eso que debería contar con nuestra solidaridad y nuestro disfrute, toda esa materia humana, todo ese desastre de la condición de los hombres, se vuelve cartón. Hay operaciones literarias que no cuajan por falta de precisión y sensibilidad en la composición de sus materiales. A ello me refería más arriba cuando hablaba de falta de coordinación entre tono y sentido en esta novela. Algo así como la mezcla de Paul Auster y Mortadelo y Filemón.

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