Correos
La cola de la ventanilla 30 dibuja en el sótano un signo de interrogación. Alarga su cuello y acaba redondeándose como la paciencia. El funcionario recoge cada aviso, lo examina con mucha atención, mira al cliente con una mezcla de piedad y desconfianza, se pierde a paso lento por el almacén, vuelve a los diez minutos, murmura que no encuentra el paquete, ¿no lo habrán recogido ya?, duda, regresa a las entrañas de Correos y al cabo del rato aparece con el tesoro descubierto por fin en cualquier rincón de su laberinto burocrático. Si el reloj de la pared se decidiese a dar campanadas, sonarían a plaza con iglesia en la inmovilidad provinciana de los años cuarenta. Nombre, apellidos, fecha y número de carné de identidad, pide el funcionario, con una voz capaz de imprimir en cualquier papel una desidia amarillenta. Pero la cola pasa ya de castaño a oscuro y una corriente de crispación conmueve la columna vertebral de la espera. El anciano de delante suplica que le guarde la vez y busca con los ojos una silla donde descansar. La madre le grita al niño que ya está bien, que deje de incordiar a la señora del traje de chaqueta. No está el horno para travesuras, sobre todo cuando la confianza que deparan el tiempo y los agravios compartidos da pie a una conversación multitudinaria en la que se mezclan las comidas sin hacer, las horas del médico, las multas, las reuniones perdidas y los días echados por alto. El gigante de los tatuajes interviene con un timbre aflautado para decir que se le va a escapar volando el águila que lleva en el hombro, pero convertida en paloma. Un chiste oportuno corta las indignaciones, y la cola vuelve a su tranquilidad de signo de interrogación en el sótano de Correos. Los teóricos de la crispación social deberían visitar la cola de la ventanilla 30, descubrir el arte rutinario de los enfados que desembocan en risas.
Como llevo muchos años haciendo esta cola, he aprendido a reírme y a esperar. Por las ventanillas de Correos han pasado mi vida y la historia de España, mezcladas entre la paciencia y las ilusiones de la gente. No siempre se aguardan los avisos del futuro de la misma manera. El funcionario de los años setenta, mientras gestionaba los paquetes de libros enviados por mis cómplices juveniles, tenía una parsimonia de abuelo, daba consejos bondadosos, pertenecía al paisaje de una ineficacia provinciana, a una herencia de costumbres en blanco y negro. El reloj marcaba las horas con la lentitud del pasado que no quiere moverse. Pero el tiempo se le echó encima, y en los años ochenta se abrieron nuevas ventanillas, se contrataron nuevos funcionarios, se agilizó la espera, porque la cola se dividió en tres, y en un mostrador se despachaban los reembolsos, y en otro los paquetes certificados, y en otro los envíos normales. Mi impaciencia de bibliófilo se tranquilizó, más segura de sus derechos, al descubrir que las ventanillas no eran potros de tortura. Las cosas empezaron a torcerse a mitad de los años noventa, y poco a poco hemos vuelto a la cola única, al funcionario único, a la ventanilla 30, a la dejadez en los asuntos públicos, que son los asuntos de la espera. Estamos como en la posguerra, entre el chiste y la indignación, entre la ineficacia nacional y los orgullos imperiales. A ver qué aviso nos manda el futuro.
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