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EL DÍA DE LOS TRABAJADORES
Columna
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Banderas tricolores, 'bella ciao' y pantalones acampanados

Miquel Alberola

Desde que el 1º de Mayo cayó en manos de los turoperadores, que fue apenas se proclamó oficialmente el final de la Transición, la coreografía de la Fiesta del Trabajo se había convertido en un muermo muy plasta. La fecha se había secularizado, y sin que hubiese perdido sentido la reivindicación colectiva, al sindicalismo se le fue oxidando el gesto, se le dispararon los triglicéridos en el discurso y el argumentario se le volvió osteoporótico.

Éste era ya sólo un acto para liberados, delegados sindicales y tipos muy convencidos con barba y olor a Ducados. Una cita eludible que estaba sometida además a un goteo de deserciones sin torniquete posible y por el que se perdía la intensidad de los colores. La causa se había ido diluyendo en la hipoteca de la segunda residencia, en el primer polo Ralph Lauren comprado en un arrebato en El Corte Inglés y en el resplandor de la primera ocasión en la que se había visto de cerca una ensalada de bogavante.

La guerra de Irak supone un pasaje de regreso a finales de los años setenta
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Sin embargo, no todos los procesos son irreversibles. Sólo hay que quedarse quieto y esperar a que todo vuelva a pasar por delante como si la historia se tratase de un tiovivo. Las movilizaciones contra la guerra de Irak, y sobre todo la indignación causada por José María Aznar en la población por su implicación en el conflicto, han supuesto para la izquierda un pasaje de regreso a finales de los años setenta. La democracia ha recuperado de nuevo el músculo de la calle de la que salió, y ayer se notó en algunas ciudades como Valencia, donde el acontecimiento devolvió a la fiesta, si no la asistencia, sí toda la plasticidad, el entusiasmo y el colorido propio de su esplendor. El hecho de que los pantalones acampanados vuelvan a estar en boga y abundaran en la manifestación, contribuía de un modo determinante al rescate de una estética que sacudió a varias generaciones y que conforma una misma pasta con la ideología, la ética y la melancolía.

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Quizá nunca había habido en Valencia, desde el 14 de abril de 1931, una aglomeración tan significativa de banderas republicanas como la que se dio ayer, cuando para asombro de la furgoneta de la Plataforma por la III República que las repartía se agotaban las existencias en apenas unos instantes. Y más en un día en el que el Rey Juan Carlos I estaba de visita en Valencia. Con cuatro banderas tricolores por metro cuadrado y ese valor añadido, a los mayores se les ponía la carne de gallina:

-Todavía me acuerdo cuando los fascistas bombardeaban en Barcelona los barrios obreros.

-Ahora sí que no pasarán.

Uno de los asistentes había recuperado toda la chatarra ideológica que había acumulado en los días épicos: un kilo en chapas de Lenin, estrellas rojas de cinco puntas, banderas de Cuba... Con estas credenciales cualquier consigna oral resultaba ociosa, por eso sólo sonreía bajo su sombrero mientras seguía su Hoja de Ruta interna al ritmo de trombones de varas y clarinetes rebeldes. Entonces pasó otra bandera republicana gigante llevada a mano por varios compañeros del metal (con no menos solemnidad que el difunto desfilaba bajo palio rodeado de cardenales) al grito pelado de ¡España mañana será republicana! Incluso estalló no lejos una traca, acaso como metáfora seca de los disparos de botes de humo que tan sólo unas décadas antes habían creado una niebla tóxica que desataba el instinto de solidaridad en las víctimas.

Después llegaron las banderas rojas con la negra Santa Faz del Che, y pasaron algunos rostros esculpidos en las madrigueras etilícas del Barrio del Carmen, insistentes redobles de bombo, algún ciclista despistado y activistas juveniles con el esqueleto gobernado por la imparable percusión africana que se generaba a sus espaldas, mientras un coro irreductible vociferaba mirando la fachada de Bancaixa: ¡Vosotros fascistas sois los terroristas! Siguió un andamio ambulante como si se tratara de una performance de La Fura dels Baus, y a ras de suelo pasaron sandalias, botas de montaña, bambas, chirucas y algunos zapatos negros de rejilla con calcetines de deporte blancos, precediendo a una charanga que interpretaba en tono jovial Bella ciao, el canto de los partisanos italianos, como si la dirigiera un Nino Rota disoluto.

En ese momento llegó la bandera de Palestina, muy hinchada por el vapor incandescente de los aullidos contra Sharon y los yanquis. Y enseguida, las Mujeres de Negro, que como en un homenaje a Osibisa creaban un ritmo envolvente y canalla percutiendo cencerros, botellas de anís El Mono, calabazas y maracas. Luego, una pancarta contra la Coca-cola abrió el paso a las dulzainas rabiosas y a los gritos por la indepencia, que llegaban amortiguados a los dos furgones de grises vestidos de azul que cerraban este Corpus laico aunque no menos litúrgico. Sólo faltó una cazadora Graham Hill para rematarlo.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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