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Columna
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La provocación

En su última novela, El libro de las ilusiones, el escritor norteamericano Paul Auster cuenta la historia de un profesor llamado David Zimmer al que, en pocos días, la fatalidad le arrebata todo lo que tenía y la mala suerte le hace rico cuando, tras morir su familia en un accidente aéreo, el seguro y las indemnizaciones le vuelven millonario. Su historia dará luego un giro extraño, cuando Zimmer escapa del abismo de desidia y autodestrucción en el que se está hundiendo, tal vez hipnotizado por su propio dolor, al interesarse por una figura remota, un actor de la época del cine mudo llamado Hector Mann, que lleva años desaparecido en oscuras circunstancias, y decide escribir un ensayo sobre sus películas. Pero antes de ese giro, la maldición que sufre el personaje de Auster recuerda, de algún modo, a la del santo Job, ese hombre justo y misericordioso a quien un Dios arbitrario quitó su mujer, sus hijos, sus posesiones y su salud para después, tras resultar vencida la apuesta del demonio, devolverle su vida multiplicada por dos: más descendientes, más tierras, más ganado y una existencia centenaria.

No deja de ser estremecedor el modo en que el Dios soberbio de la parábola bíblica se parece a los presidentes que han ordenado y ejecutado la invasión de Irak: como para todos los déspotas, también para los tres justicieros, responsables a partes iguales de la caída de Sadam Hussein y del asesinato a sangre fría de miles de inocentes, el fin justifica los medios y, por añadidura, la ley de los todopoderosos dictamina que éstos no sólo quieren aniquilar a sus enemigos, sino también ser amados y respetados por ellos. Destruimos Irak pero luego lo volvemos a armar; liquidaremos a muchos, pero los que queden serán más libres y prósperos. Qué acto de cinismo y qué provocación, querer ser al mismo tiempo los invasores y los libertadores. O, según la norma que se ha impuesto en España el PP, ser los agresores y los injuriados, los verdugos y las víctimas: ya lo ven, nos tiran huevos, nos zarandean, nos llaman criminales.

La visita de Ana Botella a un centro de la Consejería de Servicios Sociales que asesora a grupos homosexuales y que está en el mismo edificio de la Coordinadora de Gays y Lesbianas de Madrid, se enmarca dentro de esta política. El PP, cuyo ala más conservadora representa la esposa del presidente del Gobierno, mantiene una política reaccionaria con respecto a los derechos de los homosexuales y sabe que no va a contar con sus votos, de manera que los consideran enemigos y, siguiendo su línea de conducta habitual, proceden a desprestigiarlos. Ana Botella se presenta con su sonrisa irrompible en la COGAM y como es insultada y abucheada por los mismos a los que desprecia, pasa de verdugo a víctima. Es así de sencillo, el abc del arte de la provocación; es igual que ser un rompehuelgas, sólo que al contrario, aquí no se trata de disolver una manifestación, sino de montarla. ¿Han visto qué cosas me decían? ¿Se fijaron en cómo tuve que salir protegida por mis guardaespaldas de aquel tumulto? ¿Qué se puede esperar de gente tan violenta e irrespetuosa?

Pero eso sólo es una estratagema. ¿A qué va a un centro donde se atienden a gays, lesbianas y transexuales quien les negará sus derechos si sale elegida? ¿Qué pueden esperar esas personas de un partido como el PP, que sigue teniendo una idea perversa y retrógrada de la homosexualidad? Cada uno tiene derecho a defender su vida privada y no seré yo, jamás. quien vulnere ese derecho, pero ¿no es un caso de preocupante doble moral pasarse el día, como hacen algunos altísimos cargos nacionales y municipales del PP, defendiendo a capa y espada la familia tradicional mientras ellos mismos tienen conocidas parejas de su mismo sexo, a las que tapan, frente a la opinión pública, con sus señoras legales? Y quede claro que lo que me parece criticable es su hipocresía y no sus gustos: a quienes, por lo visto, les parece un pecado o una deshonra que hay que llevar en secreto es a ellos, nunca a mí.

Creo que la visita de Ana Botella a la COGAM es una provocación intencionada y que vendrán más, pero no creo que la gente de esta ciudad sea tan fácil de engañar. Que nos creamos que una persona puede ser al tiempo víctima y verdugo es complicado. Nos lo creímos todos una vez, pero fue en una obra maestra, El verdugo, de Luis García Berlanga. Fuera de ahí, y volviendo a Job y a Paul Auster, no se lo cree ni Dios, dicho sea con todos los respetos.

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