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Columna
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Mentiras

Los ministros, los Gobiernos, los portavoces, nos han mentido tanto en los últimos tiempos, que han transformado la mentira en una pegajosa sustancia de la que es imposible no sentir asco y el firme deseo de no escuchar nada más.

Bien, la guerra era, de todos modos, abominable, pero la mentira ha fomentado su condición nauseabunda y ha enrolado entre las víctimas civiles a millones de personas, internacionales y domésticas, que hemos recibido el trato de pobres lerdos o piezas fáciles para la explotación. ¿Hemos sucumbido, por tanto? El efecto paradójico ha llegado a ser que esas mentiras nos han vuelto tan sañudos como su misma insidia porque sobre la mendacidad prenden a menudo algunas plantas protervas que mientras avanzan por el interior de la víctima se vuelven a la vez mefíticas para el desahogado conspirador.

La mentira, que alcanza a ser linda en los pasajes del amor, se ha mostrado más que insoportable para hacer la guerra. Ahora siguen todavía hablando aquellos políticos y su voz desprende un hedor de tinta china. Porque ahora, cuanto procede desde ese grupo de mentirosos suena como un arma temible y funesta sin saber a quién podrá dañar. La política, que supuestamente resultaba ser algo diferente a la manipulación, adquiere un grueso perfil siniestro. ¿Para qué desearán, en fin, gobernar los gobernantes? ¿Qué nuevos planes seguirán urdiendo para presentarnos otra falsedad? ¿Cómo creerlos, en fin, en adelante? ¿Cómo asumir que sus intereses coinciden con los nuestros o que, incluso, logren interesarnos alguna vez?

El destrozo que la mentira ha causado sobre la confianza de la población quizá no lo pueda remediar ninguna reconstrucción, sin importar la altura del presupuesto. Todavía al lado de la devastación física y humana cunde una peor devastación moral. No siempre, en efecto, la mentira causa esta suerte de perjuicio en las personas. En ocasiones, incluso, como una vacuna, la mentira aparta la angustia o la enfermedad del corazón. Aquí, sin embargo, la mentira se ha utilizado deliberadamente como un tósigo, una ponzoña química o bacteriológica tan aviesa que arruina en masa el regreso a la credulidad.

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