La revolución del ADN y el mundo actual
Hace exactamente medio siglo, el 25 de abril de 1953, la revista científica inglesa Nature publicaba un artículo de escasamente una página titulado "Estructura molecular de los ácidos nucleicos. Una estructura para el ácido desoxirribonucleico". Iba firmado por un biólogo estadounidense, James Watson, y por un antiguo físico inglés, Francis Crick, y aunque en más de un sentido ese trabajo y esos autores no fueron sino la punta del iceberg de un esfuerzo comunal en el que habían participado desde hacía mucho tiempo un número notable de científicos, no es totalmente injusto asociar su publicación como el punto de partida de una nueva revolución científica, en la que nos encontramos inmersos en la actualidad.
Durante estos días, más aún, a lo largo del presente año, serán muchos los que hablen de los orígenes, contenido e implicaciones del monumental descubrimiento de Watson y Crick, en el que la estructura de la "molécula de la herencia", el ADN, quedó definida como una doble hélice, pero la ocasión es también apropiada para plantearse otras cuestiones, que tienen que ver con la naturaleza de esa empresa colectiva llamada "ciencia", una empresa que, guste o no, desempeña un papel extremadamente importante en el mundo actual. Al fin y al cabo, la ciencia no es un constructo abstracto, sino que tiene lugar en el mundo concreto de todos y de todos los días.
Sí, la ciencia constituye uno de los pilares básicos sobre los que se asientan las sociedades más desarrolladas, y esto es así desde hace ya mucho. Lo fue durante todo el siglo XX, y fue haciéndose evidente a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX, en el que la química orgánica y la física del electromagnetismo mostraron sus habilidades socieconómicas en dominios como los tintes, la farmacia, la agricultura o las comunicaciones. Poderosas industrias, futuras multinacionales algunas de ellas, nacerían de los nuevos universos científicos que crearon los, entre otros muchos, Liebig, Faraday, Planck, Einstein, Heisenberg, Turing o von Neumann. Y así, la ciencia se convirtió en cuestión de Estado, hasta el punto de que uno de los indicadores del mayor o menor poderío político, industrial, económico y militar de una nación es su potencial científico.
Sumergidos como estamos en una revolución científica, es conveniente si no obligado preguntarse si el presente terremoto científico, biológico-molecular, se distingue de alguna manera de los precedentes, de, por ejemplo, los dos que no sólo están presentes todavía, frescos, en nuestra memoria, sino que, además, sus consecuencias aún no nos han abandonado completamente: la revolución relativista, asociada a las teorías de la relatividad desarrolladas por Einstein, y la revolución cuántica, surgida de los esfuerzos y logros de todos aquellos que pugnaron por comprender el comportamiento y estructura de materia y radiaciones. Estas revoluciones, sobre todo la segunda, cambiaron el mundo, nuestras vidas y el acontecer histórico, al mismo tiempo que modificaban radicalmente nuestras ideas acerca del contenido y comportamiento de la Naturaleza. Transistores, chips, láseres, materiales de todo tipo ("a la carta" se podría decir), ordenadores, redes globales de almacenamiento, manipulación y transmisión de información, bombas atómicas o satélites son algunos de esos hijos de la física del siglo XX que han hecho que vivamos de forma muy diferente a como lo hacían nuestros padres y abuelos. Y resulta que ahora, gracias a Crick, Watson y sus colegas, estamos adentrándonos -simplemente, adentrándonos, no es que estemos ya en el ojo del huracán- en una nueva revolución científica. ¿Qué nos traerá ésta? ¿Cómo afectará a nuestras vidas?
Decía antes que mi intención no es la de referirme a las implicaciones propiciadas por el descubrimiento de la estructura del ADN. Mi propósito es únicamente mencionar algunos hechos, bastante evidentes por otra parte, que al tiempo que ayudan a comprender cómo es la ciencia hoy día, deben tenerse en cuenta a la hora de relacionarnos con los frutos y posibilidades de la presente revolución tecnocientífica. Y el primero de tales hechos es que esa revolución se distingue en un aspecto fundamental de todas las que la precedieron en la historia de la ciencia, incluyendo las dos que protagonizaron el siglo XX: éstas nacieron en la física, mientras que la del ADN tiene como dominio la biología molecular y, en general, las ciencias biomédicas, lo que significa que nos es más próxima por la sencilla razón de que tiene que ver con la vida. No es lo mismo manipular materia inorgánica y radiaciones que "sustancias vivas", con capacidad de reproducirse. Este hecho elemental hace que debamos ser muy cuidadosos a la hora de establecer comparaciones con el pasado, en lo que a la relación ciencia-sociedad se refiere. Por supuesto que la física (y la química) del siglo XX plantearon cuestiones cruciales que van más allá del mero conocimiento. Cuestiones como la de la responsabilidad del científico, planteada con especial virulencia a propósito de las aportaciones de los científicos a las dos guerras mundiales, o de su colaboración con las Fuerzas Armadas en tiempos de paz. Pero ahora lo que está en juego son otras cosas, otro universo de aplicaciones, en el que apartados básicos que caracterizan a la condición humana se ven, o pueden verse, afectados; apartados como métodos de reproducción, relación con las enfermedades y, posiblemente, con cualquier característica humana. Podemos, incluso, vislumbrar por primera vez en la historia la posibilidad de intervenir, en muy pocas generaciones, en la evolución, a la que todavía consideramos territorio prácticamente inexpugnable debido a su lentitud y aleatoriedad.
Posibilidades como éstas plantean de manera especialmente aguda, lacerante incluso, la cuestión de si todo aquello que es posible científicamente se debe convertir en realidad. Naturalmente, en principio, al margen de cualquier otra consideración, pocos responderán a semejante cuestión afirmativamente, pero en el mundo globalizado en el que vivimos, ese en el que, además, los derechos suelen anteponerse a los deberes, es difícil imponer límites, como muestra el caso del tristemente famoso médico italiano Severino Antinori. Por otro lado, también nos damos cuenta de que las discusiones que se intentanestablecer en estos asuntos se ven viciadas por intereses de todo tipo: ideológicos, religiosos, culturales, económicos. Evidentemente, las sociedades democráticas se rigen en última instancia por pactos entre opiniones muy diversas, pero sólo si tales pactos se persiguen y establecen en el marco más amplio posible, menos sujeto a "ataduras históricas", las normas establecidas responderán al sentir de la mayoría y en este sentido serán libres y justas. Y ese marco no puede ser otro que el debate parlamentario, informado por la opinión de la ciudadanía, ésta a su vez previamente educada en lo que significa aquello que se va a discutir; educada, por consiguiente, en materias científicas. Naturalmente, cuando, como ahora, resulta evidente que es preciso tomar decisiones, no hay excusa posible para que los programas electorales de los distintos partidos no se refieran a tales cuestiones. Muchos queremos tomar en cuenta lo que nuestros candidatos a representantes públicos plantean en estos asuntos, antes de decidir nuestro voto. Ya no es tan fácil como era antaño, cuando se trataba de bombas atómicas, intimidad e información, o ciencia y Fuerzas Armadas, esconderse a la hora de tomar postura. La presente revolución científica, en la que los protagonistas son mundos y conceptos como genómica, transgénicos, ingeniería genética o células madre, es muy diferente a las de la física del siglo XX. Ahora estamos hablando de biología, de medicina, de salud pública, de métodos de reproducción, de la posibilidad de modificar características orgánicas, y nunca antes las ciencias biomédicas se habían enfrentado a situaciones parecidas (la gran revolución médica del siglo XIX, que introdujo avances tan beneficiosos como los anestésicos, la teoría microbiana de las infecciones o la asepsia quirúrgica, jamás tuvo problemas parecidos).
Y hay más: cómo ha variado la propia idea de la ciencia y de la práctica científica. Al igual que las discusiones en torno a las posibilidades que abre la ciencia actual se ven fuertemente influidas por intereses de dudosa justificación presente, también desempeña un papel innegable en esas discusiones una idea de ciencia que cada vez se sustenta con mayor dificultad. La ciencia es y ha sido búsqueda de conocimiento por sí mismo, intento perseverante y colectivo de comprender qué es y cómo se comporta la Naturaleza, sin olvidar, por supuesto, cual es el lugar que nosotros, los humanos, ocupamos en ella. En el largo camino que la "empresa científica" ha seguido a lo largo de milenios, los humanos hemos utilizado procedimientos, instituciones y valores que han pasado a ocupar lugares preferentes en nuestra cultura y sin los cuales, cierto es, la ciencia no habría llegado a ser lo que hoy es. Procedimientos como el libre intercambio de información; instituciones como centros públicos de investigación, departamentos e institutos universitarios; valores como la búsqueda del conocimiento por sí mismo, independiente de cualquier posible aplicación. Sucede, no obstante, que no está nada claro en qué medida el mundo actual sustenta o posibilita tales características para la indagación científica. Las universidades y centros públicos de investigación continúan ofreciendo hogares para la práctica de la investigación científica, pero en una época en la que los Gobiernos buscan afanosamente ceder responsabilidades y, sobre todo, gastos, la "ciencia pública" está también en el mercado, intentándose que afluya cuanto más dinero privado mejor a esos otrora paraísos públicos de "la ciencia por sí misma". Y cuando esos dineros llegan, las empresas que los invierten (porque de una inversión se trata) pretenden, legítimamente, retornos en base a, especialmente, conocimientos que no circulen libremente. En consecuencia, la vieja idea de Universidad como centro de libre transmisión de saber, puede que esté cambiando delante de nuestras narices sin que nos demos cuenta, como también están cambiando, o deberían cambiar, sus programas de estudio. Y no olvidemos que hace tiempo que la ciencia tiene otros hogares, no públicos, como laboratorios industriales. Ni tampoco lo bueno que han aportado algunos de esos hogares para el desarrollo científico: recordemos, por ejemplo, el impulso que aportó al Proyecto (público) Genoma Humano la aparición en escena de la empresa privada Celera Genomics.
En consecuencia, ni la ciencia ni los científicos -que tienen que pelear duramente, en este posmoderno mundo nuestro, por conseguir fondos, y que deben servir a muy diversos patrones, cuando no son ellos mismos los patrones, algo que sucede cada vez con mayor frecuencia- son ya "puros" en el sentido que, se puede argumentar (no sin alguna dificultad), lo fueron en el pasado, en la era dorada de "la Ciencia por sí misma". Hoy las características de la profesión científica son otras. Y lo son inevitablemente: la historia nos enseña que no existen patrones universales, que se reproducen por encima del tiempo y el espacio; lo que existen son racionalidades diversas que se amoldan a tiempos y a espacios determinados, racionalidades que el historiador se afana en desvelar.
Celebremos, pues, el aniversario del descubrimiento de Watson y Crick. Disfrutemos con todo aquello que nos ha enseñado y que nos continúa enseñando: pocos conocimientos son más interesantes que aquellos que nos ayudan a comprender qué es la vida y cómo se transmite generación tras generación; al fin y al cabo, nos sirven para comprendernos a nosotros mismos. Tratemos de mantener la herencia cultural que representa la indagación científica de la Naturaleza, la única que nos ha librado (no completamente, como es evidente) de yugos que atenazaron a nuestra especie, que secuestraron sus juicios y muchas de sus posibilidades de mundanal felicidad. Pero no olvidemos que junto a un complejo conjunto de conocimientos, la ciencia se inserta en un no menos intrincado universo de suposiciones, intereses, relaciones y valores que se transforman al hilo del paso del tiempo y del devenir histórico. Defendiendo la ciencia, no caigamos en la tentación de defender otros mitos: mucho ha cambiado en ella desde los tiempos de los Galileo, Newton, Darwin o Einstein. Inmersos como estamos en una revolución científica, en la Era de la Biología Molecular, del ADN, semejantes recuerdos o lecciones son más necesarias que nunca.
José Manuel Sánchez Ron es catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro electo de la Real Academia Española.
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