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La ira del comendador

Antonio Elorza

El 6 de marzo pasado, Fidel Castro efectúa uno de esos gestos simbólicos a que tan aficionado es para dorar la propia imagen. Entrega a las monjas de una orden religiosa un caserón restaurado en La Habana Vieja para que puedan utilizarlo como convento y a cambio recibe una distinción de especial relevancia: es investido nada menos que comendador de la Orden de Santa Brígida. Si olvidamos que al viejo enemigo de la religión tal reconocimiento le sienta como a un santo dos pistolas, la figura de comendador no resulta inadecuada para lo que representa Fidel en la Cuba de hoy. Igual que ocurriera con el personaje del Don Juan, el comendador es a primera vista una estatua que preside la paz de un cementerio, prolongando la metáfora en la escena final de la Guantanamera de Titón Gutiérrez Alea. En sus dimensiones creativas, la revolución cubana ha fracasado hace tiempo y sólo espera para ser enterrada a que se hunda bajo una losa el personaje petrificado que la protagonizó a lo largo de medio siglo. Ahora bien, mientras eso no suceda, la estatua puede ponerse en movimiento para ejercer su violencia contra los enemigos reales o imaginarios con la intención de arrojarles al infierno.

Es lo que pudo ya atisbarse en algunos pasajes del discurso que Fidel pronunció, el mismo día 6 de marzo, al celebrar su reelección unánime como jefe del Estado cubano por la Asamblea Nacional del Poder Popular. Una vez pronunciado el inevitable elogio a las grandes realizaciones de la Revolución, llegó el momento para exhibir el ramalazo de ira contra quienes habían participado el 24 de febrero en una reunión con el encargado de la Oficina de Intereses norteamericanos en La Habana. El diplomático era el blanco principal, recibiendo una cascada de insultos, pero de cara a los cubanos asistentes a dicha reunión, y a quienes les fueran asimilados, una sola frase bastaba para entrever la gravedad de la amenaza. Constituían, en palabras de nuestro comendador, "un grupo de revolucionarios pagados por el Gobierno de Estados Unidos".

La puesta en marcha de la intervención norteamericana en Irak fue la señal para que de las palabras Fidel pasara a los hechos. Con los grandes predadores entregados a su festín, las hienas tienen la oportunidad de salir de sus guaridas. Mientras la opinión pública mundial se movilizaba contra la guerra (y de paso contra el imperialismo americano), los ecos de una nueva oleada represiva en Cuba iban a quedar sofocados por el ruido general, e incluso los golpes dados a la disidencia podían encontrar una justificación por esa calidad de asalariados de Bush que el líder máximo adjudicaba a los más destacados demócratas de la isla. Desde 1999 dormitaba la disposición represiva más espectacular del arsenal normativo cubano, la Ley 88, más conocida como Ley Mordaza. En virtud de la misma, el simple hecho de colaborar "por cualquier vía" con "medios de difusión extranjeros", de cualquier carácter y orientación ideológica, supone de dos a cinco años de cárcel. Si la colaboración es remunerada, la pena sube hasta ser de tres a ocho años. Una crítica de tipo económico, que perjudique la imagen del país, si es remunerada, puede llevar a un encierro de ocho a veinte años. Acumular, reproducir o difundir material de origen norteamericano "o de cualquier entidad extranjera", en cuanto antisocialista y tendente a "quebrantar el orden interno", son de tres a ocho años..., que pueden subir a la franja de cuatro a diez años "si los hechos se cometen con el concurso de dos o más personas" (sic), y siendo el contenido grave, de siete a quince años. Sólo que quienes temíamos su aplicación a este caso nos hemos visto superados por el alcance de la voluntad represiva. Como Franco, Fidel ha decidido hincar sus colmillos de fiera hasta el fondo, y los acusados, en juicio sumarísimo, lo fueron por "actividades conspirativas", con la perspectiva de unas penas inhumanas que por desgracia se han hecho realidad.

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La Ley Mordaza tenía la función de colocar una espada de Damocles sobre todos aquellos que intentaran sostener un cauce de comunicación con el mundo democrático exterior, con los Estados Unidos y la ley Helms-Burton como espantajos de justificación, y de modo particular sobre los periodistas, estudiosos y escritores que estuvieran en condiciones de analizar la realidad cubana, difundiendo a continuación el resultado de tales análisis. El paraíso enrejado y mísero de Fidel necesita tanto la oscuridad como la impunidad para preservar la vigencia del propio mito. La impresionante movilización democrática que representó el proyecto Varela -impresionante dadas las condiciones en que tuvo lugar y los riesgos asumidos por promotores y firmantes- tenía que preocupar además profundamente a un dictador tan marcado por el odio como Fidel. Claro que hubiera sido torpe reaccionar de inmediato contra el ejercicio de la libertad que presidió la recogida y la presentación del proyecto, respaldado por once mil firmas, y en apariencia el dictador se conformó con una de sus movilizaciones de signo totalitario en pro de la declaración de "eternidad" para su versión del socialismo. A partir de ese momento, permaneció agazapado a la espera de una ocasión propicia, siguiendo la misma pauta de comportamiento que recomendara hace muchos años a su confidente Melba Hernández para los competidores en la oposición, desde su encierro en el penal de la isla de Pinos: "Mucha mano izquierda y sonrisa con todo el mundo. Habrá después tiempo de sobra para aplastar a todas las cucarachas juntas". Gracias a Bush, el momento ha llegado.

En primer término destaca el perfil de los principales objetivos en una represión selectiva. El promotor del proyecto Varela, Oswaldo Payá, cargado de recientes apoyos y recompensas internacionales, era una pieza de excesivo calibre. Más valía inicialmente dejarle a salvo. En cambio, eran detenidos algunos de sus más próximos colaboradores, y sin duda, el descabezamiento de los líderes de opinión impulsores de esa reforma democrática ha constituido uno de los objetivos de la operación. Para arrancar de cuajo la comunicación con el exterior había, por el contrario, que golpear a la personalidad más representativa, en este caso el periodista Raúl Rivero, que desde CubaPress venía desarrollando una importante labor para sacar a la luz la represión en la isla, hasta el día mismo en que fue detenido. Hoy le esperan veinte años de cárcel, lo mismo que a Martha Beatriz Roque, en ese amplio espectro de condenas que va de los 6 a los 28 años. De hecho, Rivero estaba siendo sometido a la presión de una especie de exilio interno, con la entrada en vigor de ese cerco de aislamiento que el castrismo tan bien practica siguiendo los pasos del patrón estaliniano. Como la voluntad punitiva no encuentra, de todas formas, el mismo eco en medios intelectuales, la expulsión empezaba a ser sustituida por "la desactivación", algo parecido a aquel recurso del franquismo agonizante en que eran cerrados periódicos cancelando su inscripción en el registro de publicaciones. Y al plantearse la posibilidad de ir más lejos, a la persecución se une la ejemplaridad, con el fin de recordar a la población cubana, por si lo hubiera olvidado, que en el proclamado territorio libre de América constituye un crimen el ejercicio de la libertad. La secuencia de las detenciones y condenas se ajusta a un plan preconcebido, con disidentes de menor peso en el papel de teloneros que anuncian el encarcelamiento de las figuras más importantes, y la televisión ofreciendo a todos el espectáculo de estas últimas, con la misma indignidad que en el primer castrismo las ejecuciones se hacían a la hora del día en que hubiese mejor luz para las cámaras. Por encima de todo, están, sin embargo, la brutalidad de las condenas a los escritores demócratas, la vileza de la infiltración en sus medios de falsos disidentes, la sangre derramada en los fusilamientos.

El penoso episodio constituye un nuevo aldabonazo a la conciencia de la izquierda europea, que sigue en buena parte mirando a Fidel Castro como si fuese un romántico defensor de los oprimidos frente al imperialismo yanqui. Del mismo modo que oponerse a la intervención militar decidida por Bush no debe llevar a la menor indulgencia respecto de un dictador criminal como Sadam Husein, las críticas dirigidas a la proyección imperialista de la política de Washington no pueden convertirse en eximentes de la dictadura de Castro. El silencio mostrado una y otra vez por políticos e intelectuales de izquierda ante el aplastamiento de los derechos humanos en Cuba se coloca ya plenamente en el terreno de la indignidad. Entre nosotros, nada cabe esperar de un Llamazares, sumido en la mísera complicidad de que pareció librarse el PCE cuando en 1968 condenó la invasión de Praga, pero el grupo dirigente del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero en primer plano, se encuentra política y moralmente obligado a ir a fondo en esta cuestión, y más aún después de los fusilamientos: las declaraciones y las actuaciones en el orden internacional están bien, pero falta una proyección hacia el interior que asuma el riesgo de movilizar la opinión española. Fidel conoce de sobra los puntos débiles de los políticos y de la opinión pública españoles tratándose de Cuba, y sus boleros de amor con Felipe González y con Fraga fueron signo de su eficaz aprovechamiento de los sentimientos favorables a la isla en nuestro país. Sólo que a estas alturas resulta imposible esperar nada del comendador de Santa Brígida. Las especulaciones del ahora equidistante Rafael Rojas sobre el cambio en vida de Castro suenan a música celestial. Desde mediados de los noventa, la oposición interior se ha dirigido una y otra vez a él para que encabece o haga posible el proceso de cambio. El último mazazo es el mejor indicador de cuál es su respuesta.

De ahí que sea necesario poner en tela de juicio las apreciaciones de quienes anuncian desde hace algún tiempo el inicio de una transición en Cuba, colocando al régimen la etiqueta de "post-totalitarismo". Ante todo, dado el protagonismo indiscutible que asume Fidel, el castrismo, como tiempo atrás la dictadura de Franco, puede clasificarse entre los regímenes cesaristas, esto es, los sistemas autocráticos presididos por un líder supremo que ha obtenido su legitimidad a partir de una victoria militar. Esto, por lo que concierne al vértice, el cual a su vez determina, en ambos casos, que la viga maestra del edificio dictatorial corresponda al Ejército. Una vez cerrado el largo periodo de supervivencia al calor de las subvenciones de la URSS, ha sido el Ejército el que ha asumido en Cuba, tras la depuración que supuso el fusilamiento del general Ochoa en 1989, el intento de recuperación de una economía en ruinas. Eso sin olvidar una función comparable a la que tuvieron las fuerzas armadas franquistas en cuanto clave de bóveda de una represión llevada a cabo en lo inmediato por un aparato de seguridad impregnado aún de ideología y métodos comunistas. Se trata de un complejo represivo impresionante, reforzado incluso por lo que queda de componente de movilización totalitaria capilar a partir de los órganos del llamado poder popular y de los comités de defensa de la revolución, cuyo único defecto es el resquebrajamiento definitivo de la confianza social desde que la ineficacia del sistema quedó al descubierto en ausencia de la ayuda soviética. No se trata de un post-totalitarismo, sino de un totalitarismo en quiebra, con Raúl Castro en el papel que aquí tuvo Carrero Blanco en las postrimerías del franquismo. Ante tal panorama, y con Bush a un paso, no cabe excesivo optimismo, pero tampoco es lícita la pasividad: los demócratas cubanos del interior necesitan, no sólo una constante acción solidaria, sino también que quienes se empeñan en sostener el mito, al modo de Oliver Stone, reciban adecuada respuesta.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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