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Columna
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Cuba y las estrategias de la compasión

Josep Ramoneda

Con oscuridad y alevosía, aprovechando que la atención estaba puesta en Irak, Fidel Castro dio otra vuelta de tuerca a su dilatado historial represivo. No ha sido el único que ha aprovechado la coyuntura. Del Congo llegan también noticias de terror. En África hay muchas guerras, muchas matanzas que son casi siempre clandestinas, porque Occidente ni siquiera se molesta en reconocer a sus víctimas. Pero lo que ocurre en Cuba, por proximidad geográfica con Estados Unidos y lingüística con España; por una mitología revolucionaria que languidece pero no desaparece del todo; por el poder del exilio; por el insólito carácter de una isla comunista sobreviviendo al naufragio y al bloqueo, a un palmo del enemigo; nunca pasa del todo desapercibido, aunque se haga de madrugada y sin aviso previo. Por la vía del juicio sumarísimo, 75 disidentes recién detenidos han sido condenados a penas durísimas por simples delitos de expresión. Tres ciudadanos han sido condenados a muerte y ejecutados por un secuestro sin víctimas. Todo ello, por supuesto, sin las más mínimas garantías judiciales.

Todo acontecimiento -incluidos los que tienen que ver con el terror- es susceptible de análisis, y estos días he visto -a través de Iván de la Nuez- las diversas interpretaciones que circulan por ahí, todas ellas muy clásicas. La advertencia a los reformistas del régimen (en el supuesto que los hubiera): la represión como mensaje oblicuo a gente de la nomenclatura que habría mostrado algún desacuerdo. El triunfo de los sectores más duros: la represión como golpe del sector más cavernícola (si es que hay alguno que no lo sea) decidido al cierre kampucheano para gobernar de manera aislada y sin disidencia alguna. El signo definitivo de decadencia: la represión como expresión de los últimos ramalazos de un régimen que está más agonizante de lo que algunos creen. La restauración del orden por parte de un régimen al que le han entrado las paranoias después de haber consentido una mínima apertura: la represión como aviso a los 11.000 firmantes que habían hecho llegar sus peticiones de cambio. En resumen, llegó el comandante y mandó parar.

A mí las ejecuciones de este abril cubano me recuerdan las franquistas de septiembre de 1975. Las reacciones de un régimen que se siente débil, que se asusta incluso ante sus propias aperturas -el espíritu del 12 de febrero- y que sabe que su suerte está ligada a la de su líder, con lo cual va pegando y dando bandazos cada vez más sin sentido. Cierto que no hay informaciones que permitan pensar que el final de Castro está a dos meses vista como el de Franco entonces. Pero este tipo de regímenes acostumbra a cerrar su ciclo con una hiperbolización de sus modos criminales, y este podría ser el sentido de lo que está ocurriendo en Cuba. Las ejecuciones de Franco provocaron importantes movilizaciones en toda Europa, pero también en algunos lugares de América. Sería bueno que esta vez ocurriera lo mismo. Y que quienes tienen poder y posición para ello trataran de actuar efectivamente para evitar nuevos casos como los que acaban de ocurrir y para preparar la transición de salida de un régimen sin coartada alguna para sus modos dictatoriales.

Dice Saramago que hasta aquí ha llegado, que después de esto se queda, ya no sigue al lado de Cuba. ¿Eran necesarias estas ejecuciones para darse cuenta del carácter dictatorial y totalitario del régimen castrista? Hay que ser muy ciego para tardar tanto tiempo en ver lo evidente. Y, sin embargo, en España -como en otros lugares de Europa y de América Latina- ha costado mucho que la verdad de Cuba se hiciese un hueco. Hay un prejuicio favorable a Fidel Castro -en Manuel Fraga, en la izquierda comunista, en sectores socialistas, en los movimientos cristianos e incluso en algunos núcleos de la derecha o del centro- que ha hecho que a la hora de juzgarle siempre aparezcan atenuantes que no se dan en otros casos. Pero hace muchas décadas que los guerrilleros románticos del Moncada se convirtieron en dictadores implacables. Las múltiples torpezas de Estados Unidos -que echaron a Castro y los suyos en manos de la Unión Soviética-, el embargo o el carácter extremista de algunos de los sectores más ruidosos y con más dinero del exilio de Miami no pueden ser excusas para no llamar a las cosas por su nombre: crimen, a una oleada de represión y ejecuciones; dictadura totalitaria, a un sistema de partido único que pretende copar todos los niveles del Estado y de la sociedad civil.

Fidel Castro ha querido que esta nueva hazaña represiva coincida con la guerra de Irak. E inmediatamente hemos asistido al uso táctico de la indignación. Todo es susceptible de ser utilizado políticamente, los buenos sentimientos también. José María Aznar nos está dando un curso acelerado de cómo confrontar los sentimientos de compasión con las diferentes víctimas. Para minimizar los muertos de Irak -para los que todavía es hora de que demuestre que en su corazón de hielo queda todavía algún pálpito sanguíneo- echa en cara a la oposición a los ejecutados de Castro y se acuerda de los millares de muertos que ha habido en el Congo en los últimos días, un conflicto para el que el presidente, hasta este momento, no había expresado la más mínima preocupación. Como no consta que la expresara en su día por los kurdos o chiitas gaseados por Sadam. Lo menos que se puede decir de este uso táctico de los muertos es que es una obscenidad. Más cuando viene de alguien que tiene poder, y por tanto capacidad para actuar además de hablar. Como es obvio, Aznar podía haber hecho bastante para evitar los muertos de Irak. Y también para evitar las ejecuciones de Cuba si hubiese practicado una política exterior autónoma, de liderazgo donde España puede ser oída -como en Latinoamérica y en Europa-, en vez de entregarse al servicio de la administración de Bush. Ciertamente, como secretario de Estado adjunto del Gobierno norteamericano es difícil hacer presión o gestión alguna sobre el Gobierno de Castro.

El uso estratégico y selectivo de la compasión por parte de Aznar -las víctimas de ETA o de Castro merecen un reconocimiento y un respeto, las de Irak o de Chechenia (por las que Aznar, que sólo hace unos meses defendía a Vladímir Putin incondicionalmente, nunca se preocupó) quedan a beneficio de inventario- confirma el abotargamiento del poder. Todo es susceptible de ser utilizado para el fin de conservar el poder: incluso las víctimas. Se empieza entrando en una guerra, se sigue utilizando tácticamente a los muertos y se acaba perdiendo el respeto al adversario y el buen uso de las formas democráticas. Queda como consuelo una buena noticia. La derecha española -en boca de su representante más conspicuo- está en contra de las ejecuciones sumarias hechas por dictadores. No era así ni en septiembre de 1973 (Pinochet), ni en septiembre de 1975 (Franco).

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