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Columna
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El precio

Decía la prensa esta semana que en el hotel Hilton Beach Resort, de la capital de Kuwait (o Kuwait City, como dicen los horteras) se está gestando el futuro político de Irak, y bien que puede hacerse, ya que se trata de uno de esos hoteles lujosísimos, relajados, donde pensar se hace cómodo a los grandes estrategas, precisamente lo contrario de lo que nos pasaría a nosotros, los de pueblo, que en los hoteles internacionales siempre nos sentimos intimidados y no acertamos con los mandos de la cisterna del váter ni con las instrucciones del teléfono para hablar con recepción. En el Hilton Beach Resort, también dice la prensa, tomarse un cafelito cuesta cinco pavos (en dólares o en euros, un pavo ya es el mismo pavo), lo cual me lleva a una sola, pero absoluta certidumbre: la de que, por muchos sonetos que componga, jamás ganaré lo suficiente para hacer noche en sus habitaciones y mucho menos acompañado de una de esas modelos, también carísimas, que pueblan las revistas.

Son las cosas del dinero: que el lujo del Hilton Beach Resort se visualiza mejor en el precio que le han puesto al cafelito. Claro que, a veces, la miseria encarece las cosas mucho más que la opulencia. ¿Cuánto ha podido costar esta misma semana, en Bagdad, un botellín de cristalina agua mineral? Ni en los hoteles más caros del planeta alcanzaría precio semejante.

La guerra tiene aspecto de haber escogido al ganador, si no estaba escogido desde el principio, pero el paso de los días exige que la gente se siga pronunciando aunque la suerte ya esté echada. Asombra, a este respecto, el desparpajo con que los sostenes del Gobierno (sí, he escrito bien) argumentan a favor de la matanza. El articulismo progubernamental lleva las últimas semanas trazando divertidas piruetas conceptuales. Desde quien dice estar contra la guerra, pero invierte toda su columna en proclamar por qué jamás se manifestará, no ya junto a Otegi, sino junto a Zapatero, hasta las damas del terror que indagan en nuestros complejos escolares y nos explican cuál es la violencia legítima y por qué hay que practicarla sin complejos. (Y no se trata, en este último caso, de que olviden que la guerra de Irak es ilegítima, es que ni siquiera recuerdan aquel antiguo adagio que sentencia que, al final, la violencia legítima es siempre la de los vencedores).

Prosperan las mentes desinhibidas que se ríen de pacifistas, pacíficos y otras blandas sectas franciscanas. Y quizás por eso no sorprende que muchos de ellos provengan, en su prehistoria personal, de la izquierda totalitaria. En su largo y turbulento periplo por los mares de las ideas políticas, conocen de primera mano los extremos del espectro (a menudo se han saltado toda clase de estaciones intermedias), aunque es necesario reconocer que su conducta ha sido siempre la misma: las formas impetuosas del estalinismo, la airosa denuncia de la blandenguería legalista, la condena de los estúpidos escrúpulos judeocristianos, el desprecio ante la candidez idiota que propalan los no violentos, como si esto de estar contra una guerra absurda fuera cosa de pipiolos, irresponsables e inmaduros; gentes en fin sin perspectiva, sin conciencia de Estado ni de las arduas tareas que deben afrontar sus íntimos amigos, los gobernantes.

Durante la juventud, en la izquierda totalitaria, pudieron dar rienda suelta a todos sus instintos, pero ahora, junto a Aznar, han encontrado un mejor amo al que servir. Confunden la defensa del Estado, tan legítima, con cualquiera de las razones que éste esgrima, incluso esa tenebrosa razón de Estado que tiñe ciertos actos terroristas de justificación estética, sólo porque los perpetran sujetos de uniforme. Estos montaraces belicistas no han hollado aún el Kuwait Hilton Beach Resort, pero seguro que en el Palace o en el Ritz de Madrid ya han tenido el placer de tomarse un cafelito al precio de cinco euros, sin duda invitados por algún ministerio. Lo que es seguro es que no saben a qué precio se vende todavía, hoy mismo, el agua embotellada en Irak. Por muchos hoteles que frecuenten, no conocen los precios más altos, incluso el más alto, el que ya han pagado Julio Anguita Parrado, o José Couso, o, miles de personas desconocidas cuyo único delito era vivir en su país.

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