Aerolito
Mientras todas las televisiones del mundo consagraban ante la sopa de fideos el derribo de una estatua de Sadam Husein en Bagdad, que luego los marines destrozarían a martillazos para llevarse los fragmentos como recuerdo o quizá para subastarlos en Sothesby, Uiso Alemany colgaba del techo del vestíbulo del Centro de Cálculo de Bancaixa, en Valencia, una escultura de chatarra cibernética no menos sugestiva que esa metáfora cenital rehogada con sangre. A menudo la historia se permite estas simetrías imposibles. El artista se había enfrentado al reto de convertir en arte el obsoleto computador central, un pasmoso artefacto con más puertas que un ministerio, que la entidad financiera, tras diez años de uso, había desconectado en 2001, quién sabe si en un guiño a Stanley Kubrick o acaso para anular un disco duro que ya sabía demasiado. Con esa basura tecnológica desguazada Uiso Alemany realizó primero una escultura muy estilizada llamada Tótem, que, puesto que excedía las dimensiones previstas, tuvo que cambiar su ubicación original y ser erigida en el campus de la Universidad Politécnica de Valencia, donde le ha dado una vuelta de tuerca a la calidad del paisaje. Luego el artista se encerró en su estudio de la huerta de Alboraia y ante la mirada líquida de una manada de hombres envasados, apoyados en las paredes de esa alquería, concibió un huevo de seis metros y medio, saturado de hardware y seducción, cuyo resultado es una hermosa catástrofe de dos toneladas llamada Aerolito, y que desde ayer está oficialmente suspendida en una bóveda celeste tachonada de luceros, llamando de forma poderosa la atención de cuantos pasan por la puerta. Nunca había resultado tan atractivo ese edificio funesto de la ruidosa avenida del Cardenal Benlloch como lo es desde ayer, cuando sobre las cabezas de los directivos y sus copas de cava el aerolito parecía tener toda la salud y vida propia que le confiere haber procesado mucha de la información sensible que ha corrido por este territorio en los últimos años. Dicen que por las noches, cuando varios focos lo iluminan, ese aerolito dilata su fascinación porque sabe más de nosotros que nosotros mismos.
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