La empresa abierta y sus enemigos
El autor sostiene que todo el mundo empresarial, por silencio o inacción, ha sido responsable del descontrol de muchos directivos
Lo que no ha funcionado en la crisis actual del gobierno de la empresa ha sido, en contra de lo esperado, el mercado. Durante décadas, el edificio del buen gobierno de la empresa -de marcado corte anglosajón- se construyó sobre la base de modernas teorías que sacralizaban la eficiencia de los mercados, que confiaban a los incentivos la resolución de peliagudos problemas de acción colectiva o de alineación de intereses entre accionistas y gestores o que, por no citarlas todas, retorcían la estructura financiera de las compañías hasta predecir la irrelevancia del dividendo o recomendar la sustitución de capital por deuda.
La argamasa que daba y da consistencia a todo este entramado, el principio que gobierna todos los otros principios y el que resulta determinante para el funcionamiento armónico de mercados y empresas no es otro que la competencia. En efecto, la empresa que no es competitiva en el mercado de productos se queda sin cuota de mercado; la que no lo es en el mercado de capitales ve como los fondos fluyen hacia proyectos empresariales más atractivos; la que no motiva apropiadamente a sus directivos se arriesga a que éstos busquen mejores perspectivas en negocios alternativos y, en fin, la que no crea valor para sus accionistas puede ser absorbida por otra. Así pues, los empresarios o las empresas que se apartan o ignoran la inexorable lógica de la competencia son, más tarde o más temprano, borrados del mapa multidimensional de los mercados.
Hemos asistido a episodios lamentables de entronización de consejeros delegados
En la empresa del futuro será relevante aplicar lo aprendido en esta crisis
Enron, Worldcom y otros gigantes ahora atribulados eran empresas forjadas en la competencia, es más, eran empresas que supuestamente vivían de hacerse un hueco a base de competir e innovar en mercados recientemente desregulados. Por si esto fuera poco estaban financiadas y asesoradas por los mayores bancos del mundo, auditadas por las firmas más potentes; contaban entre sus accionistas con la flor y nata de la inversión institucional; empleaban a los gestores mejor pagados merced a sofisticados sistemas de stock options, negociados con consejos integrados por personalidades independientes y de reconocido prestigio, consejos que cumplían estrictamente las recomendaciones de los Códigos de Buen Gobierno; superaban las exigencias de las agencias de calificación crediticia más rigurosas y las supervisaba un regulador todopoderoso. Y de repente estas torres se han derrumbado sin que apenas nadie las empujara, se han derrumbado solas. Al caer han matado a algunos, han herido a otros y han dejado un sinfín de perjudicados. Pero, sobre todo, se han llevado por delante todo un sistema, toda una arquitectura o concepción sobre el modo de gobernar empresas y mercados. El engaño no es explicación suficiente, pues son muchos -quizá demasiados- los engañados. El ciclo y sus excesos tampoco nos reconfortan, pues no es una ola lo que nos ha sacudido, sino un mar de fondo convulso y agitado. Con Enron y compañía hemos naufragado todos, al menos todos aquellos que confiábamos en la omnipresente mano invisible para premiar al empresario eficiente y arreglar, o en su caso penalizar, los desaguisados del incompetente. Y ahora, visiblemente desorientados, nos preguntamos si el paradigma ha caído o si esto va de ¡el rey ha muerto, viva el mercado! Entretanto han surgido inquisidores, resucitado antiguos profetas y proliferado legisladores que quieren apuntalar, o acaso adecentar, nuestro renqueante sistema de gobierno de la empresa con penitencias, corsés o nuevas normas y regulaciones.
Quizá sean estos tiempos de volver a los orígenes y desempolvar, en el marco de la empresa, los principios fundadores del funcionamiento de las sociedades abiertas. Y para ello basta con releer las citas con las que Karl Popper ilustró la parte inicial (El influjo de Platón) de su célebre ensayo La sociedad abierta y sus enemigos. La primera de ellas, en favor de la sociedad abierta, se atribuye a Pericles y reza así: "Si bien unos pocos son capaces de dar origen a una política, todos nosotros somos capaces de juzgarla". Y esto es, precisamente, lo que no ha sucedido. La alta dirección de las grandes empresas americanas (también de no pocas europeas), al mismo tiempo que marcaba y ejecutaba una política, se ocupaba de obturar, o simplemente ablandar, cualquier reacción o mecanismo de control de la misma. A ambos lados del Atlántico hemos asistido a episodios lamentables de entronización y ensalzamiento de la figura del Ceo (Chief Executive Officer) que en menos de una década ha abandonado su función de administrador diligente y ordenado, y se ha revestido del carácter visionario, casi profético, de un gran líder, ha confundido los intereses de la empresa con los suyos y, ante la falta de hombres, mecanismos y agentes internos y externos que juzgaran su acción y su política, ha conducido su organización al desastre.
Pero sería injusto colgarle exclusivamente al Ceo poderoso y autoritario el sambenito del actual desgobierno de la empresa. El otro responsable es más difícil de identificar, pues es anónimo o se esconde; su personalidad es moldeable a la vez que compleja, y su carácter encaja perfectamente en la segunda cita, que corresponde a Platón, a quien Popper considera el más peligroso enemigo de la sociedad abierta: "De todos los principios, el más importante es que nadie, ya sea hombre o mujer, debe carecer de un jefe. Tampoco ha de acostumbrarse el espíritu de nadie a permitirse obrar siguiendo su propia iniciativa, ya sea en el trabajo o en el placer (...)". En las empresas de hoy y en las organizaciones que las rodean se ha abandonado el principio de la responsabilidad final individual -"pienso por mí mismo, asumo la carga de mis decisiones y actúo"-. Queremos que nos digan lo que tenemos que hacer; huimos de los compromisos y decisiones que entrañan riesgo; y nos da pereza -a veces miedo- el esfuerzo adicional necesario para tomar una iniciativa, emprender una política o, incluso, rechazarla con todas sus consecuencias. Eludimos nuestra responsabilidad final porque asumirla tiene costes identificables e inmediatos, mientras que los beneficios pueden ser etéreos y lejanos; preferimos que otros se hagan cargo de los riesgos, y pese a ello nos creemos con derecho -o simplemente nos hemos acostumbrado- a reclamar las eventuales ganancias y, lo más importante, nuestra ética se ha distanciado de las virtudes que en su día catapultaron socialmente al capitalismo. Nos hemos convertido, quizá sin pretenderlo, en enemigos de la empresa abierta, cómplices de la falta de transparencia, profesionales de la ambigüedad, animadores silenciosos de la voluntad indiscutida del líder. Así que los responsables somos también todos, todos los que con nuestro silencio o inacción permitimos y toleramos que los Ceos visionarios campen por sus respetos, hagan y deshagan a su antojo y desarrollen sus políticas sin los contrastes propios de una sociedad abierta.
La empresa del futuro será una organización muy compleja: ni los activos físicos constituirán la fuente básica de valor, ni la propiedad de las acciones conseguirá preservarse como el instrumento dominante de poder: serán sustituidos por el capital intelectual, el conocimiento, y sus poseedores. Esta revolución, junto con la de las tecnologías de la información, hará menos nítidas que nunca las propias fronteras de la empresa. En ese nuevo pero no lejano escenario será especialmente relevante aplicar lo que estamos aprendiendo en esta crisis, a saber, que las capacidades de interacción y regeneración de la competencia y del mercado -incluso complementadas por códigos y regulaciones sensatas- no son suficientes para garantizar un buen gobierno de las empresas, y que deben acompañarse de los valores que rigen el funcionamiento de las sociedades abiertas. Una empresa no es, no puede y no debe funcionar como una democracia, pero necesita como ésta que sus empleados, directivos y accionistas, sus clientes y proveedores de bienes y servicios, asuman el principio de la responsabilidad final individual y que, a partir de él, sus líderes y sus políticas puedan estar sujetos al control interno y externo de los demás.
Santiago Eguidazu es economista, presidente de la empresa N+1 y autor del libro Creación de valor y gobierno de la empresa.
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