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Democracia burlada

La situación resulta paradójica: vivimos en una democracia -por definición un gobierno de la mayoría, y sin duda la mejor fórmula- y nos topamos con un presidente que ha impulsado una guerra en contra de la voluntad del 91% de los españoles, según sondeos del CIS y otros institutos demoscópicos. Dejando aparte cuestiones de megalomanía, arrogancia, ceguera, belicosidad, etcétera, de las que existen y de las que tanto se ha hablado estos días, es obvio que en la estructura de nuestro sistema democrático, y en la de los partidos políticos que lo sustentan, hay fallos garrafales, porque si no esto que estamos padeciendo, un hecho que anula la esencia de la democracia, nunca hubiera podido ocurrir.

La encuesta publicada por este periódico el domingo 30 de marzo era demoledora para el Partido Popular. Sólo el procedimiento de designación de candidatos mediante listas cerradas -un sistema que debería revisarse- explica la obediencia ciega, traducida en votaciones sin fisuras y unánimes ovaciones, en el Parlamento y en la Comisión Ejecutiva, a un líder al que, en el fuero interno de cada cual, muchos consideran cuando menos equivocado (no es posible que el grupo popular mayoritario represente sólo al 9% de la población), y un lastre para las próximas elecciones. Resulta difícil concebir, sin ese mecanismo perverso que favorece la concentración del poder en los partidos y enmudece cualquier opinión discrepante, que no haya mayor contestación interna a una posición que se vislumbra insostenible.

He leído con mucha atención algunos de los artículos publicados sobre el trasfondo jurídico de la actuación de José Mª Aznar en este conflicto de consecuencias negativas todavía incalculables. Personas de la talla de los jueces Baltasar Garzón (difícil de callar, por fortuna, con un posible expediente disciplinario) y Javier Pérez Royo, o el actual rector de la Universidad de Madrid y padre de la Constitución Gregorio Peces Barba, no han dudado en calificar la guerra como golpe de estado internacional y claramente ilegal. Palabras fuertes que ahondan más en nuestra perplejidad. ¿Por qué no actúa, de oficio, el ministerio fiscal? ¿O es que no hay previsto nada para frenar una acción tan descabellada desde el punto de vista jurídico? Los métodos de designación de miembros del máximo poder judicial, esos sistemas de cuotas, cuando no el nombramiento directo por parte del Ejecutivo, entorpecen la independencia para la que estaba prevista la teórica división de poderes en la que soñaba Montesquieu. ¿Por qué se rechaza la posibilidad de que sean elegidos? Cuestiones perfectibles de nuestro sistema político que deberían ocupar algún lugar en los programas de los partidos para las elecciones generales.

En el plano internacional las contradicciones son más graves. La seguridad colectiva se encontraba hasta ahora garantizada a través del respeto de las democracias al sistema de Derecho en el marco del Consejo de Seguridad de la ONU. Debilitar la ONU, saltársela a la torera por usar una expresión castiza, e imponer un criterio unilateral y minoritario para llevar a cabo una agresión del calibre de esta guerra, equivale a sustituir reglas de convivencia aceptadas por la ley de la selva. Un paso atrás extraordinario cuyo precio desconocemos. Al igual que jalear las teorías de guerras preventivas resulta una insensatez sin paliativos. Una postura que conducirá al rearme de aquellas naciones que por saberse sospechosas de la ira de la superpotencia, los Estados Unidos, o de su gobierno, se sientan amenazadas.

El presidente Aznar acusa a quienes demandan una rectificación de radicales y de querer aislar a España. Extravagante interpretación la suya. Basta mirar las posiciones adoptadas por el resto de los países europeos con los que tenemos muchos más intereses en común.

La mayoría de los españoles nos sentimos ajenos con unas decisiones que nos involucran, e incómodos de habernos aliado "con las mejores democracias del mundo" en esta aventura en la que cualquier final es malo. Pero también sabemos que Aznar no va a dar marcha atrás. Mantenerla y no enmendarla parece la pauta de conducta a la que se acoge para hacerse fuerte en su ensimismada soledad. A pesar de ello, de esa aparente ineficacia, es importante continuar saliendo a la calle y aprovechar cada oportunidad para manifestar de forma pacífica nuestra discrepancia. Porque en este barullo de mentiras y medias verdades en que se ha convertido la información oficial, el silencio de los ciudadanos sería interpretado, de inmediato, como complicidad conveniente. Y no, no estamos dispuestos a ello. La foto del niño Alí Smain, quemado y sin brazos, también sin familia, un daño concreto como otros miles, se ha convertido en un símbolo y reclama no sólo espanto, sino también justicia.

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La democracia no ha muerto, sólo ha mostrado sus vigas algo desvencijadas. Es mejorable. Los ciudadanos cumpliremos con nuestra obligación de pasar la factura y, así, de la única manera que nos dejan, reforzarla. Nuestra libertad de conciencia no se encuentra machacada por ninguna disciplina de partido.

María García-Lliberós es escritora.

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