Justicia para las torturas
Critica el autor que la única respuesta de los
poderes públicos a las denuncias de torturas
haya sido querellarse por calumnias.
Recientemente, unos ciudadanos a quienes se les aplicó la legislación antiterrorista han denunciado haber sido objeto de torturas durante su detención. Que sepamos, la respuesta de los poderes públicos ha sido, hasta el momento, la de perseguirlos por calumnias, con base en una denuncia interpuesta por el Ministerio del Interior. Estos hechos merecen alguna consideración pública y más de una aclaración.
La Constitución consagra la justicia y la igualdad como valores superiores, entre otros, del ordenamiento jurídico, al proclamar que España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho. De tal solemne declaración se van a derivar importantes consecuencias, imposibles de enumerar ahora, pero algunas de las cuales conviene recordar en estos momentos. La primera es que, en este Estado de Derecho, los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico; la segunda, que se reconocen a los ciudadanos un buen número de derechos considerados fundamentales, algunos de los cuales, como la dignidad de la persona y los derechos inviolables que le son inherentes, son fundamento del orden político y de la paz social. Entre ellos se encuentra el "derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes", y rige para todos los españoles el principio de igualdad ante la ley, sin discriminación.
"Hay que destacar la clamorosa ausencia de actuación del Ministerio Fiscal y la respuesta del Ministerio del Interior"
Junto con esos derechos ha de mencionarse otro, el de acción penal, que es un auténtico derecho fundamental incluido dentro del derecho a la tutela judicial efectiva y que incluye, en primer lugar, el derecho a la puesta en conocimiento de un órgano jurisdiccional de una notitia criminis:esto es, comunicar al juez la comisión de un delito. Con independencia de la concreta forma que adopte dicha puesta en conocimiento -denuncia o querella- y de la diferencia entre una y otra, incluso en relación con las obligaciones del juez para con el comunicante, lo cierto es que, en cualquier caso, el juez está obligado a adoptar una resolución: o tramita un procedimiento penal o no lo hace, pero ha de resolver.
No menos importante es el derecho-deber que tiene el Ministerio Fiscal de ejercitar la acción penal cuando sospecha que se ha cometido un delito público, dada su misión de defensa de la legalidad, de la sociedad y de la víctima, por lo que debe solicitar del juez de Instrucción la apertura del correspondiente proceso penal cuando le conste la comisión de un delito público. Hay que aclarar que el objeto de este derecho al ejercicio de la acción penal no es que el Estado termine por condenar una determinada conducta, lo que ocurrirá dependiendo de lo probado en el curso del proceso en cuestión, sino que tiene tan sólo por contenido el provocar la incoación del proceso penal y obtener una resolución judicial motivada que, en su caso, ponga fin al procedimiento.
Es preciso hacer notar, pues, la clamorosa ausencia de toda actuación por parte del Ministerio Fiscal en las recientes denuncias de torturas y la respuesta del Ministerio del Interior. Esta es el paradigma de una actuación contraria a aquella que a los poderes públicos les es constitucionalmente exigible.
En efecto, los delitos de torturas infligen graves padecimientos a sus víctimas y, además, suponen un abuso de poder, un abuso de la posición de funcionario público de quienes las causan a personas que se encuentran, en ese momento, absolutamente indefensas. En este dato se halla la esencia de este delito, que atenta contra derechos fundamentales de una manera especialmente grave, dado que se comete por quienes representan al Estado de Derecho en su afán por terminar como sea con la criminalidad y, particularmente, con determinada criminalidad a la que, además, se aplica una legislación procesal extraordinaria que facilita estas situaciones. Así, la ampliación de los tiempos de detención en las leyes procedimentales para los delitos de terrorismo se revela como una rémora para la erradicación de estas conductas delictivas, tal como lo han señalado numerosos autores y organizaciones, nacionales e internacionales. Porque la experiencia demuestra que hay que partir de que algunos miembros de los cuerpos policiales -aquí y en todas partes- tienen una cierta tendencia a actuar por debajo de los mínimos legales. Pues bien, dado que no parece que la cuestión procesal vaya a ser mejorada -más bien al contrario, a tenor de las reformas actualmente en tramitación-, mayor razón para aplicar toda la atención, prudencia y celo en evitar dichas conductas y en perseguirlas una vez producidas.
Es bien sabido que el delito de torturas es especialmente difícil de perseguir, por la dificultad de prueba de las mismas, dado que quienes están llamados a su investigación son los mismos que las habrían cometido. A ello hay que añadir que, ante la sospecha de la comisión de torturas, el Estado, lejos de poner en marcha todos los mecanismos a su alcance -y son muchos-, se atrinchera y eriza, como si se tratara de un ataque directo a su esencia, y trata de mantener una imagen formalmente respetuosa con los derechos fundamentales de todas las personas, cuando en realidad, ese respeto le obliga a una actuación legalmente tasada bien distinta de la ordinariamente adoptada.
Se genera así una situación en la que las garantías judiciales se reducen significativamente, al tiempo que se amplía la zona al margen del control jurisdiccional bajo la inaceptable justificación de la lucha contra el terrorismo. De ello se han producido en este Estado importantes y llamativos ejemplos que revelan el altísimo grado de autonomía policial frente a la autonomía judicial, lo que dificulta -casi imposibilita en la práctica- la investigación de estos delitos.
Pero en el presente caso ni siquiera se ha llegado a ese punto de posible confrontación entre la necesaria investigación judicial y los intereses del Ministerio del Interior de mantener la actuación de los cuerpos policiales al margen del control social -judicial-. Se denuncia por calumnias a los denunciantes por torturas, olvidando la necesaria protección a las víctimas -los que denuncian torturas son supuestas víctimas de estos gravísimos delitos, aunque a su vez puedan ser autores de graves delitos- y la obligación de los poderes públicos de dar un trato igual a todos los ciudadanos y de defender y proteger los derechos fundamentales de todas las personas. No es posible defender la legalidad constitucional condenando al olvido denuncias de torturas ni consagrando la discriminación entre todo tipo de víctimas de delitos ni tratando de impedir la investigación judicial de las gravísimas actuaciones policiales denunciadas.
No olvidemos que el Estado de Derecho ha de defenderse en su integridad, defendiendo los derechos fundamentales de todos y el sometimiento a la legalidad de ciudadanos y poderes públicos, y que el ataque a esos derechos es extraordinariamente más grave cuando se produce por representantes del Estado, lo que exige una defensa aún más intensa de éste. Defensa que no puede consistir en parapetarse detrás de una imagen supuestamente ideal del Estado y en mirar para otro lado, sino en el logro del ejercicio correcto y legítimo de la función pública policial y en la persecución de los eventuales delitos cometidos en su nombre, cualesquiera que sean sus víctimas.
Jaime Tapia, magistrado, en representación de la Sección Territorial de la Asociación Jueces para la Democracia del País Vasco.
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