Dentro de Bagdad
Ya han entrado, aunque sea sólo para probar la capacidad de resistencia de los defensores de Bagdad. La incursión, 17 días después del inicio de la guerra, de los primeros tanques norteamericanos en la históricamente llamada Ciudad de la Paz ha hecho respirar a Bush. Aunque persiste algún misterio sobre la estrategia militar iraquí, el final de las operaciones bélicas parece no estar muy lejano. La inmediata posguerra, sin embargo, puede ser muy complicada.
La diferencia entre la capacidad militar de los contendientes hace de esta guerra un enfrentamiento tan desigual que lo único claro es el nombre del vencedor. Pero es también, pese a la precisión de los bombardeos, una guerra tan horrenda como lo son todas. Ayer, el mundo pudo asistir a la primera batalla transmitida en directo en las pantallas de televisión, con imágenes impresionantes. La estrategia del general Franks, la superioridad tecnológica y el monopolio del espacio aéreo han permitido hasta ahora minimizar las bajas de las fuerzas de ocupación, los autoproclamados "libertadores": 75 norteamericanos y 27 británicos muertos y 8 desaparecidos. El número de muertos entre los invadidos -soldados y civiles- probablemente no se sabrá nunca. Pero el espectáculo es ya desolador. Los primeros enfrentamientos en Bagdad y sus aledaños dejaron un millar de soldados iraquíes muertos, según EE UU.
Según palabras de Michael Ignatieff, "el debate sobre la guerra en Irak se ha convertido en un referéndum global sobre el poderío americano". Pues bien, aunque siguen apareciendo pruebas de los múltiples horrores del régimen de Sadam, EE UU ha perdido esta votación en la mayor parte de las sociedades del mundo. Puede que Bush la haya ganado, de momento, dentro de su país, aunque deberá recordar la experiencia de su padre, que ganó una guerra, pero perdió las elecciones.
¿Estamos ante el final de una guerra corta y aislada o al comienzo de una cadena de guerras preventivas? Es de esperar que Blair, que con su apoyo a Bush rozó el suicidio político, le convenza mañana en Belfast para que no siga por este peligroso camino, y empiece a construir. Esta guerra era evitable, pero no quisieron evitarla quienes contaban con ella para afianzar su política. Al adoptarla EE UU, con la participación del Reino Unido y el apoyo político de Aznar, el mundo entero ha perdido: se ha vuelto más inseguro ante las enormes incertidumbres que se abren y la quiebra de las vías pacíficas. Esta guerra, cuyo final ya se avizora, no va a cambiar completamente el mundo, pero tampoco va a pasar como un mero episodio.
Además de las vidas perdidas y del enorme sufrimiento humano que ha ocasionado, se han roto muchos engranajes de la gobernanza global: el derecho internacional, la ONU, la unidad de la UE y la cohesión interna en muchos países, por no hablar de efectos menores, pero significativos, como esa ridícula decisión de la Cámara de Representantes en EE UU de apartar a Francia, Alemania y Rusia de los contratos con dinero americano para la reconstrucción de Irak. Falta la solidaridad europea ante tales actitudes, algo que va a resultar esencial para el "día después".
¿Hay que recordar a Bush que se comprometió en las Azores, antes del inicio de la guerra, a "buscar la adopción de forma urgente de nuevas resoluciones del Consejo de Seguridad que (...) respalden una administración apropiada posconflicto para Irak"? De hecho, el Consejo de Seguridad aprobó la pasada semana, por unanimidad, una resolución (la primera sobre Irak desde el comienzo del conflicto) para reactivar el programa de Petróleo por Alimentos, y EE UU ha aceptado que se le trate como "potencia ocupante", asumiendo la consecuente responsabilidad de abastecer a la población en víveres y medicinas.
En España existe el riesgo de que Aznar interprete la victoria militar estadounidense como su propia victoria política, especialmente si, como parece, el desenlace es rápido. El lenguaje de guerra fría que ayer empleó en Santiago, hablando del "encadenamiento" de Zapatero a los comunistas, y de los peligros que para España supondría un triunfo de la oposición, enlaza con lo peor de la tradición reaccionaria nacional y coloca a su propio partido ante una situación delicada. Hará muy mal Aznar si interpreta esa victoria como un aval para trasladar a la política interna el mensaje neoconservador y mesiánico que llega de Washington. Porque el pulso no es sólo con la oposición de izquierda, sino con una mayoría social, políticamente heterogénea, que no entiende sus razones para haber embarcado a España en una guerra por unos objetivos que no justifican un coste humano tan terrible.
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