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ANÁLISIS | NACIONAL
Columna
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La guerra de Irak y el derecho a discrepar

EL RESPETO DEMOCRÁTICO por el derecho a la discrepancia política ha sido la primera víctima de la participación de España en el conflicto bélico. Los cargos y los candidatos del PP no sólo han visto recortados su derecho a expresarse libremente en actos públicos y a competir en pie de igualdad con sus adversarios en las próximas elecciones; además, su integridad física ha corrido peligro en ocasiones. Los manifestantes por la paz han soportado a veces los efectos de la indiscriminada represión policial contra grupos provocadores de incierto origen. Los partidos de la oposición se han visto torpemente acusados por el Gobierno de ser los responsables últimos de los desórdenes callejeros y de promover la batasunización de la protesta antibelicista en toda España. Especialmente desastrosas son las consecuencias en el País Vasco: si la prioridad del presidente del Gobierno hubiese sido realmente el apoyo incondicional a la causa constitucionalista frente al nacionalismo y contra el terrorismo, jamás habría adoptado una decisión tan perjudicial para los candidatos populares en las próximas elecciones municipales y que siembra la división entre PP y PSOE.

El jefe del Servicio de Inspección del Consejo General del Poder Judicial propone a su Comisión Disciplinaria abrir un expediente contra Garzón por un artículo publicado hace un mes en EL PAÍS

Dentro de los daños causados al derecho a la discrepancia figura la absurda decisión adoptada por el jefe del Servicio de Inspección del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que ha resuelto tramitar la denuncia presentada por una asociación ultraderechista, impropiamente denominada Manos Limpias, contra Baltasar Garzón por un artículo sobre el conflicto de Irak publicado en EL PAÍS y en Le Monde, bajo el título Señor presidente, severamente crítico con Aznar, No son claras (ni seguramente limpias) las razones de emplazar ante la Comisión Disciplinaria del CGPJ a un magistrado que se ha ganado el respeto de la opinión pública nacional e internacional como instructor de sumarios relacionados con ETA, el tráfico de droga, el terrorismo de Estado, el crimen organizado y la extradición de Pinochet. Tampoco resulta fácil de entender que hayan transcurrido varias semanas entre la aparición -el 4 de marzo-del artículo impugnado y la iniciativa disciplinaria; la reciente sentencia del Supremo ilegalizadora de Batasuna, que hace ya innecesaria para el Gobierno la instrucción penal paralela de Garzón sobre la misma organización, tal vez explique ese misterio.

El artículo 418 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) -fundamento o pretexto de la acusación- sanciona con multa al magistrado que dirija "felicitaciones o censuras por sus actos" a los poderes, autoridades o corporaciones "invocando la condición de juez o sirviéndose de esa condición". A nadie se le escapa la existencia de distintas varas de medir tales mensajes en función de que su contenido sea laudatorio o crítico; el presidente del Supremo y del CGPJ nunca tuvo problemas de tipo disciplinario cuando cubrió de parabienes al Gobierno y a sus leyes. Garzón, por lo demás, censuró en su artículo la política exterior del presidente Aznar como ciudadano, no invocando o sirviéndose de su condición de juez.

El jefe de la Inspección aduce una sentencia de la Sala Tercera del Supremo que confirmó alguna de las varias multas impuestas por el CGPJ al incontinente magistrado Navarro Estevan; a efectos de comparar las ejecutorias de ambos imputados, conviene recordar que el juez Navarro -la marca publicitaria como tertuliano acuñada por este grosero injuriador - llamó terrorista a Aznar en unas declaraciones a Gara y fue multado por un artículo publicado en la revista Ardi Beltza de Pepe Rei. Aunque la tesis según la cual los jueces deberían abstenerse siempre -como los militares- de intervenir en disputas políticas esgrima argumentos razonables, los pronunciamientos del Constitucional sobre los conflictos entre la libertad de expresión y otros derechos fundamentales han subrayado reiteradamente la fuerza expansiva y el caracter prevalente del derecho de los ciudadanos a criticar a los Gobiernos siempre que respeten -tal y como hizo Garzón en este caso- las reglas de la discrepancia civilizada. Porque sin libertad de expresión -concluye el alto tribunal- "quedarían reducidas a formas hueras las instituciones representativas y falseado el principio de legitimidad democrática".

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