Aventuras políticas
Pocas acusaciones más eficaces que la de aventurerismo para generar la desconfianza en cualquier proyecto de cambio. La certeza, casi nunca explicitada, de que vivimos en un territorio y en un periodo que representan, sin paliativos, la más alta cota de bienestar de la historia, hace de la población de los países occidentales un cuerpo electoral cauto y prudente. Este principio, sin embargo, ha conocido excepciones. A pesar de la crisis de los años treinta, aún se nos hace cuesta arriba entender cómo una mayoría del pueblo alemán se dejó arrastrar al fango por un iluminado como Hitler y su caterva de demagogos y matones. Es difícil, pero la historia demuestra que no es imposible.
Pero sí se puede generalizar que los países occidentales basan su democracia en unos niveles notables de prosperidad. El futuro que desearíamos para las generaciones venideras sería el de unos aburridos suizos, exentos de sobresaltos políticos y pacíficos habitantes de ciudades confortables. Los pueblos felices son los pueblos aburridos, dijo un filósofo. Y la historia malpaga a los pueblos y los períodos felices. No hay mejor ejemplo, en la propia historia española, que el escaso interés que despierta el siglo XVIII, un siglo de moderada prosperidad, contados conflictos exteriores y reyes ilustrados como Carlos III o Fernando VI. ¿Alguien se acuerda de Fernando VI y de su felicísimo reinado? Mucha mejor suerte ha tenido, en la memoria científica, el abominable Fernando VII.
Los períodos de historia aburrida son períodos de felicidad colectiva, por más que a los historiadores les interesen más bien poco. En ese sentido, las modernas sociedades occidentales tienden a la estabilidad. Cualquier atisbo de cambio, cualquier proyecto relativamente audaz, cuentan siempre en su contra con los fantasmas de la inseguridad, la penuria y la violencia. Quiérase o no, proyectos de intachable factura democrática como el plan Ibarretxe tienen en su contra el miedo a lo incierto. En una sociedad donde la gran mayoría de la población tiene cosas que perder, el fantasma de la inestabilidad se revela eficaz para paralizar cualquier iniciativa. Por eso, me temo, un profundo cinismo impregna a mucha gente: la amenaza terrorista, el asesinato y la extorsión se ven como un problema menor, como algo perfectamente soportable si, a la larga, no se producen mayores desajustes. Me temo que la suerte de mil o dos mil personas amenazadas y atemorizadas cuenta menos, en el doble fondo de muchas conciencias, que los intentos de poner fin de una vez por todas a esa situación, si ello supone el riesgo de un cambio político.
Que los proyectos políticos desencadenen inseguridad o temor es sólo una constatación. Y, muy probablemente, el proyecto que hoy representa el nacionalismo democrático tiene en su contra esa rémora, esa secreta percepción de que las cosas, estando como están, no están tan mal como podrían llegar a estarlo un día. Otra cosa es que ese miedo sea explotado por otros partidos, sobre todo cuando la realidad sobrevenida demuestra sus contradicciones. No es imposible, desde una perspectiva rigurosamente lógica, tachar al proyecto Ibarretxe de aventura. Claro que, como aventura, aún se reduce a expectativa. Para auténtica aventura, para buen ejemplo de aventurerismo político, nada como la guerra de Irak, en la que Aznar nos ha embarcado de forma irresponsable y cuyas consecuencias últimas aún resultan difíciles de descifrar.
A pesar de los augurios de la sagaz ministra de Asuntos Exteriores, las bolsas se desploman. Sube el precio de la gasolina. Se quiebran décadas de buenas relaciones con los países árabes. La ciudadanía contempla los cuerpos de niños mutilados cuya imagen debería atormentar al presidente hasta el fin de sus días. Y da miedo imaginar que, como si tuviéramos poca violencia, algún desquiciado grupo islámico decida poner en el punto de mira las ciudades españolas. A pesar de la irresuelta, y ya secular, tragedia del pueblo vasco, la historia reciente no ha dado mejor muestra de aventurerismo que este Aznar belicista, amoral e irresponsable, en el período crepuscular de su mandato.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.