En contra del descreimiento
Si no fuera porque los escalafones (además de las comparaciones) siempre son odiosos, sentiría la tentación de afirmar que Jacobo Muñoz es el mayor conocedor de la Escuela de Francfort con que cuenta este país. Aunque no sólo eso: es también un solvente estudioso de Wittgenstein (a quien dedicó su tesis doctoral), un especialista en Lukács y en la tradición marxista en general, un lector atento y cuidadoso de Max Weber, todo ello sin olvidar su trabajo sobre otros grandes de la filosofía contemporánea como Nietzsche o Heidegger (a alguno de los cuales, por añadidura, ha traducido). De su autoridad en todos estos frentes ha ido dejando constancia a lo largo de su dilatada trayectoria intelectual. Pero si destaco la referencia francfortiana es porque probablemente constituya la que proporciona la clave de sentido más relevante para transitar por este libro.
FIGURAS DEL DESASOSIEGO MODERNO
Jacobo Muñoz
Antonio Machado Libros Madrid, 2002
480 páginas. 21 euros
Ofrecer a los lectores un producto cuidado e inteligente como Figuras del desasosiego moderno, en el que se llevan a cabo una sucesión de calas en las encrucijadas teóricas de nuestra época, constituye una aventura a partes iguales arriesgada y apasionante. Arriesgada porque, a simple vista, no parecen estar los tiempos para lanzarse a publicar un libro así. El convencimiento, tan generalizado como discutible, de que vivimos en tiempos de descreimiento hacia cualesquiera discursos, propuestas o valores de una cierta ambición especulativa (lo que parece conducir casi necesariamente a un cierto desfallecimiento de la teoría en beneficio de lo tecnocientífico más inmediato o del esteticismo más volátil) invita a extraer la conclusión de que nada queda por hacer en materia de pensamiento.
Jacobo Muñoz ha acertado resistiéndose a aceptar semejante conclusión. Se ha resistido oponiendo a ella unos materiales cuya apariencia fragmentaria apenas consigue ocultar la profunda coherencia y sistematicidad que los articula. Probablemente lo más apasionante de su texto resida en el modo en que muestra que el ocaso, el fracaso, la derrota o tantas decepciones como nos ha tocado tener que soportar, al tiempo que propician una actitud melancólico-terminal respecto al signo de la historia humana (actitud con la que, todo hay que decirlo, en algún momento el autor parece coquetear), también pueden dar lugar a una disposición de carácter distinto y sin duda mucho más fecunda, por la que finalmente Muñoz termina por decantarse. Podría decirse que estamos ante una propuesta modesta y ambiciosa al mismo tiempo: desencantada e ilusionada a la vez. Que sabe de dónde parte y, justo por ello, apenas intuye adónde le conducirá la travesía (la Ilustración, se dice en el texto, está reñida con forma alguna de autocomplacencia). Que tiene muy presente que todo monumento de civilización es un monumento de barbarie, e intenta extraer lecciones de tan dolorosa constatación. Que recela de las innumerables trampas que la memoria, crecientemente en manos de los poderosos, nos tiende una y otra vez. Que aspira más bien a recomponer, con cuidado y delicadeza, el dañado tejido de lo que fuimos capaces de pensar en un siglo que ha empezado a olvidarnos.
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