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ANÁLISIS
Columna
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El aprendiz de brujo

EL RÍGIDO FORMATO impuesto al quinto debate del Congreso sobre el conflicto de Irak celebrado el miércoles impidió que los representantes de la oposición pudieran replicar a las críticas maliciosas o falaces dirigidas por Aznar contra sus primeras -y únicas- intervenciones. Abusando de los privilegios que el reglamento le concede, el presidente del Gobierno cometió la descortesía añadida de responder en tropel a los portavoces parlamentarios; ese empleo ventajista de las reglas del debate reflejó tanto el deseo de humillar colectivamente a sus interlocutores como el temor a contestar de manera individualizada sus argumentos. Luisa Fernanda Rudi rindió pleitesía al partido que la designó presidenta de la Cámara concediendo la palabra por alusiones a un diputado del PP y negándosela, en cambio -sobre el mismo asunto- a una diputada de EA.

Aznar intenta rehuir las responsabilidades derivadas de su apoyo incondicional a la guerra de agresión lanzada por Bush al margen del Consejo de Seguridad y contra la legalidad internacional

La amalgama en una sola contestación-ómnibus de las réplicas del presidente del Gobierno a los diferentes oradores se proponía disimular mediante ese confuso batiburrillo su patética incapacidad para responder a las preguntas comprometedoras. En un ejercicio de mala fe política y deshonestidad intelectual, Aznar asestó a sus interlocutores puñaladas traperas, insidias monjiles y golpes bajos desde la cobarde certeza de que no podían responderle: el objetivo de esa marrullera estrategia era convertir en fingida verdad la mentirosa tesis de que las manifestaciones contra la guerra están siendo orquestadas por una tenebrosa coalición radical.

Pese a que todos los demócratas han condenado de forma inequívoca las bochornosas agresiones contra militantes y sedes del PP, el presidente del Gobierno cometió la vileza de descargar sobre la oposición -especialmente el PSOE e IU- la responsabilidad última de tales desafueros. Aznar echó mano del refranero para justificar su calumniosa imputación: las tempestades de violencia padecidas hoy por los populares serían la consecuencia necesaria de los vientos sembrados antes por Zapatero y Llamazares. Abstracción hecha del deber de cualquier demócrata de solidarizarse activamente con las víctimas de esos ataques sectarios, la fábula del aprendiz de brujo evoca otra variante -aplicable esta vez a Aznar- de fuerzas incontroladas desencadenadas por actores irresponsables.

El incondicional apoyo del presidente del Gobierno a la invasión de Irak y la sarta de falsedades lanzadas para justificar la violación de la legalidad internacional no sólo han puesto a sus compañeros de partido en una apurada situación política. Aznar parece dispuesto a trasladar de forma virtual o simbólica a la política interior el clima bélico del exterior: los mensajes de odio lanzados contra sus adversarios electorales están crispando la vida pública con la misma cainita eficacia que ya desplegó el PP cuando estaba en la oposición a fin de alcanzar el poder sin reparar en medios.

La constancia del presidente del Gobierno para seguir engañando a los diputados marchó en paralelo durante el debate con la falta de gallardía para asumir las consecuencias de sus decisiones. Aznar sostuvo que la flotilla enviada de forma vergonzante al teatro de operaciones tiene sólo una misión humanitaria; la especiosa afirmación de que las unidades NBQ de Francia y Alemania desplazadas al Golfo desempeñan idéntica función olvida que esos países no lanzaron -como España en las Azores- un ultimátum belicoso a Sadam Husein. Con desenfadado cinismo, el ministro de Defensa había reconocido la víspera que esa expedición militar no era "una misión de las chicas de la Cruz Roja". Y desde Washington, el presidente Bush ha agradecido a su socio español "el apoyo logístico" prestado. Tal vez el cuidado para evitar cualquier expresión evocadora de la palabra guerra provenga del temor de Aznar a que el artículo 63.3 de la Constitución ("Al Rey corresponde, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y firmar la paz") y el artículo 588 del Código Penal (que castiga con prisión de entre 15 y 20 años a "los miembros del Gobierno que, sin cumplir con lo dispuesto en la Constitución, declararan la guerra o firmaran la paz") pudieran crearle problemas.

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