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COPAS Y BASTOS
Columna
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Suspiros de Salamina

Fui a un multicines a ver Adaptation, el ladrón de orquídeas y, al terminar, una mujer que salía de Soldados de Salamina me abordó. "No te la pierdas", me dijo entusiasmada. La verdad es que me daba cierta pereza, pero, por curiosidad, me quedé deambulando por el vestíbulo a ver las reacciones de los demás espectadores. Unos disimulaban las lágrimas, otros sonreían, y alguno bostezaba con cara de enfado al descubrir que ninguno de los soldados era Jean-Claude Van Damme. Dos días más tarde, acumulé más comentarios de personas de confianza que me repetían la misma cantinela: "No te la pierdas". Así que fui, con los reparos en la mochila, pensando que un Rafael Sánchez Mazas con acento catalán no colaría y que la mezcla de documental y ficción con cambio de sexo del protagonista incluido me recordaría demasiado la novela de Javier Cercas (por cierto, el programa Continuará, de La 2, emitió unas imágenes de archivo del auténtico Sánchez Mazas contando su fusilamiento, ¿las vi o las soñé?).

Todo transcurría sin altercados emocionales hasta que sonó el pasodoble Suspiros de España en la escena en la que Sánchez Mazas observa como uno de los soldados que le vigilan baila y tararea bajo la lluvia. Entonces recordé que, hace años, en RNE, escuché a un especialista en música española contar la historia del pasodoble. En la pantalla, el soldado que le salvó la vida al padre ideológico de todos los falangistas cantaba bajo la lluvia, en una escena formalmente efectista, como suelen serlo casi todas en el cine, y que apelaba a la memoria y a eso que, dosificado con sentido común, puede llegar a ser un placer: la evocación. Evoqué, pues, la noche en la que, tumbado en la cama, con la radio pegada a la oreja, escuché a alguien contar la historia de Antonio Álvarez Alonso, compositor y pianista, muerto antes de cumplir los 40 años, huérfano, autor de decenas de zarzuelas, y que un día, en Cartagena, sufrió un ataque de inspiración que le llevó a parir Suspiros de España.

En el contexto actual, los suspiros podrían parecer la reacción de cualquier superviviente de cualquier guerra que manifiesta así su impotencia por un mundo autodestructivo. Pero entonces su compositor había muerto (falleció en 1903) y no existían esas dos Españas machadianas unidas, como cuentan Cercas y Trueba, por la muerte de una madre enterrada en el exilio. Un suspiro que, pasado por el filtro de la actualidad, podríamos dotar de vigencia metafórica, ideal para servir de coartada a algún articulista demagogo y sin escrúpulos (un servidor, sin ir más lejos). Pero la realidad es menos literaria y peliculera. Cuentan que el maestro Álvarez Alonso solía interpretar el pasodoble en un café llamado La Palma Valenciana, a petición de un público al que le entusiasmaba escucharlo. ¿Qué le inspiró? Una confitería de la calle Mayor de Cartagena frente a cuyo escaparate solía detenerse el músico al salir del trabajo. El Suspiro era un típico dulce cartagenero a base de avellanas recubiertas de caramelo y España era el nombre de la confitería.

Después de ver la película, acudí a una cena de compromiso, ineludible, en la que, además de la guerra, se habló de la película. Me preguntaron si ya la había visto y, para escaquearme del debate sobre si es mejor la película o la novela, respondí como el personaje de Miralles: no. "No te la pierdas", insistieron. Unos decían que introducir la escena del lesbianismo era una traición al texto (aunque Cercas también es lesbiano, pensé), otros opinaban que los diálogos son excesivamente literarios y que, en los primeros minutos, a Ariadna Gil se le caen demasiadas cosas de las manos. Yo me hice el longuis mientras tarareaba mentalmente pasodobles varios, como aquel En el mundo que tan bien supo explotar Víctor Erice en El sur. Y pensé que Soldados de Salamina paga una deuda con los padres. Del mismo modo que a Álvarez le inspiró el escaparate de una confitería, a Javier Cercas, a David Trueba, a Ariadna Gil, a Ramon Fontserè y a Chicho Sánchez Ferlosio (que ya trabajó con uno de los hermanos Trueba en el memorable Mientras el cuerpo aguante y del que todavía recuerdo sus lúcidas intervenciones en la tertulia radiofónica de José Luis Balbín), les ha inspirado el idealismo de sus padres, de sus tíos, de sus abuelos. Y, mientras la cena se iba convirtiendo en un animado cine-foro, me pregunté por qué España no será el escaparate de algo dulce y digno de inspiración. No sé si es mejor el libro que la película, ni me importa, pero yo diría que, cuando termina la historia, Lola Cercas regresa a Dijon con la intención de seducir al guapo camarero del restaurante y que éste, entre titubeos y suspiros, le confiesa que es homosexual. Pero esto ya pertenece a Soldados de Salamina 2.

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