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OPINIÓN DEL LECTOR
Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

'Isomanía' pública

Nuestro Gobierno vasco padece de isomanía, la necesidad de certificar la calidad de todo servicio público. Yo, en cambio, por experiencia e intuición libertaria sufro de isofobia. En efecto, si algunos ya conocemos las virtudes de la calidad y mejora continua en Educación, ahora prometen extender las buena nueva de las certificaciones a Osakidetza y a las playas, en sustitución de las banderas azules. Lo alarmante de esta entelequia neoliberal es su carácter de consigna laboral sectaria, digna del 1984 de Orwell.

No se inspira en ningún movimiento filosófico o científico, ni en tradición universitaria alguna. Esto explica que los conceptos que maneja el lenguaje de la calidad sean coces a la lógica y al sentido común. Conceptos como "calidad personal" violentan el lenguaje común: ¿es calidad subjetiva, de uso personal e intransferible? ¿O detrás de esta perla lingüística se esconde la idea fascista de considerar al individuo un mero producto continuamente mejorable, incompleto e inacabado profesionalmente, en una adolescencia laboral eterna que lo hace dependiente de sus formadores y controlable?

Su fundamento teórico es una idea sencilla, de esas que atesora el populismo nacionalista: el fin de todo servicio público ha de ser la satisfacción del cliente, lo que garantiza, en palabras del consejero Gabriel Inclán, que una empresa no cierre. Pero esto es una falacia. Por una parte, y tratándose de un servicio público, el interés del cliente puede ser ajeno al interés común. Los compradores de caramelos pueden quererlos con más azúcar, pero esto arruinaría la salud dental de la población y sacrificaría recursos de la sanidad pública. Además, hay clientes que no distinguen entre hacer uso y abusar de un servicio público. Y, si la insatisfacción del cliente tuviera como origen la actuación de algún alto cargo, quedaría gratamente insatisfecho para siempre, porque sólo se estiman las insatisfacciones derivadas de la actuación de los trabajadores.

Pero es que, realmente, al cliente no se le pregunta nada, sino que se le exige que responda en sus demandas a las expectativas de los mandarines de tal servicio público. Por más que el cliente pidiera, por ejemplo, reducir la ratio de alumnos por aula, no se le atenderá y se le dirá que no alcanza a comprender, sencillo ciudadano, cuáles han de ser los índices de calidad de un servicio público. Los mandarines le dirán qué deben exigir, abrumándole con un lenguaje obstruso, ideado para no cuestionar el sistema de la calidad.

¿Cuál es entonces la verdadera utilidad de este engendro conceptual? Pues tener a los trabajadores en un puño, presos de una consigna laboral sectaria que es una jaula psicológica cruel e inhumana. Porque "mejora continua" significa que el trabajador no llegará nunca a la meta, en lo que a eficiencia profesional y satisfacción personal se refiere.

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