El muro
Desde sus primeros pasos como presidente del Gobierno, José María Aznar ha confundido la firmeza con la rigidez, y según cabía esperar esa inclinación estaba destinada a acentuarse conforme surgieran situaciones de creciente gravedad. De ahí que su comportamiento en la presente crisis de Irak no haya sorprendido demasiado, por lo que concierne al tipo de discurso empleado, al gesto y a las réplicas dirigidas a la oposición. Sin embargo, resulta increíble que nadie le haya advertido del tremendo desgaste que no sólo para él, sino para su partido, e incluso para la vida democrática en nuestro país, está representando su actitud, tanto ante los medios de comunicación como en el Parlamento.
Después de marear la perdiz como lo hizo, intentando ganar consenso a partir de la resolución de la Unión Europea, para luego expresar de forma clamorosa en las Azores su adhesión a la intervención de Bush, y acabar quedando fuera del vértice guerrero cuando las cosas se han puesto serias, resulta visible para todos que están totalmente fuera de lugar tanto su tono prepotente como las acusaciones contra una oposición que cumple la labor que le corresponde.
¿A qué viene seguir esgrimiendo el antecedente de Kosovo contra Zapatero cuando hasta el último español sabe que allí estaba perfilándose una limpieza étnica, demasiado creíble tras lo sucedido en Bosnia, y ello nada tiene que ver con la coyuntura de Irak, ya que Sadam no estaba atacando a nadie? Incluso el intento de evitar la palabra maldita, "guerra", a la que ha contribuido de modo decisivo, con el olvido recurrente de las víctimas que la intervención militar está produciendo, refuerza esa sensación generalizada de que el comportamiento de Aznar no sólo es censurable, sino que en el fondo y en la forma se ha convertido en odioso.
Incluso a quienes la persona política de Aznar y el Partido Popular no nos merecen excesivas simpatías, esa situación debe preocuparnos. Es cierto que el desagrado de la opinión en este caso, unido al antecedente del Prestige, provocará un descenso de votos que puede servir de prólogo al relevo en el poder en 2004. Pero antes hay demasiadas cuestiones pendientes como para olvidar el enorme coste que puede tener una confrontación como la actual.
La política se ha de basar en elecciones racionales de los actores del sistema y las mismas requieren un fondo de consenso al abordar los temas capitales. Así, en la cuestión vasca, de entrada un previsible descenso de votos populares, conjugado con la más que probable subida del voto a PNV-EA, puede tener en mayo la penosa consecuencia de que los nacionalistas dominen las tres capitales, e incluso la Diputación de Álava, sentando las bases para una aprobación ulterior del Plan Ibarretxe por el Parlamento y la sociedad de Euskadi. Los acuerdos PSOE-PP serán difíciles en los ayuntamientos, y sobre todo faltará el entendimiento para afrontar conjuntamente el reto a la Constitución y el Estatuto que el Plan supone. Con descalificaciones como las que suelen prodigar Aznar y Arenas únicamente se siembra el terreno para que en el socialismo vasco prosperen los planteamientos de Elorza (por supuesto, Odón: esta vez no te apoyo), Eguiguren y Zabaleta.
Y está Cataluña. Las formas son otras, pero la influencia del secesionismo abertzale resulta evidente, en la medida que tanto Maragall como Mas, con unas u otras palabras, plantean una versión reducida de proceso constituyente catalán en la búsqueda de un "nuevo Estatuto". El problema no es aquí la conveniencia de reformar el vigente, lo cual sería perfectamente aceptable desde supuestos democráticos, si no se tratara de yuxtaponer la propia reforma a la segregación vasca y si no se apuntase inequívocamente a un régimen confederal, a pesar de la etiqueta de federalismo. Y desde hace dos siglos ninguna confederación ha funcionado a nivel mundial.
Una cosa es que la Constitución no sea de piedra, como se ha escrito, y otra que sea de goma elástica. De no planear sobre todo el espectro del Estado libre vasco, el debate debería abrirse ya, y lógicamente con participación de los partidos constitucionales españoles, forzados hasta cierto punto a cerrar filas desde la diferencia. Pero con Aznar cruzando imaginariamente el Éufrates al lado de cualquier unidad de marines o de ratas desérticas no hay nada que hacer.
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