Luis Mari, Antón, Pablo y Jesús
El pasado viernes cuatro curas diocesanos anunciaron públicamente su intención de apoyar con su presencia las candidaturas municipales del PSE y del PP. Ayer fue el tiempo de los curas-obreros; hoy es el tiempo de los curas-concejales. En ambos casos, el motivo es el mismo: hacerse presentes en el territorio del sufrimiento. A los cristianos de izquierda, esos que en nuestro santoral de andar por el mundo tenemos a Ellacuría, a Romero, a Bonhoeffer y a Weil, nos resulta sencillo asumir que la opción por las víctimas nada tiene que ver con la calidad política o moral de estas víctimas. La innegociable opción por las víctimas, como la opción por los pobres, no tiene nada que ver con el hecho de que aquéllas o éstos sean buenos, pacíficos, limpios, solidarios o ejemplares. "¿Quiénes son los que sufren? No sé, pero son míos". Este verso de Neruda recoge a la perfección la actitud cristiana ante las víctimas. Nada hay más transparente que el juicio de las víctimas; nada más esclarecedor. Ante ellas, todo otro juicio queda relegado: son víctimas, y eso debe bastarnos.
Todo esto es fácil de aplicar (teóricamente; la práctica es otro cantar) cuando las víctimas son las de una dictadura militar o las del capitalismo neoliberal. Cuando las víctimas lo son de las derechas. Cuando se producen en las ensangrentadas tierras del Sur. Cuando todo, en principio, nos separa y nos distingue de los victimarios. Pero, ¿y cuando las víctimas están aquí al lado?; ¿cuando son víctimas de proyectos políticos de izquierda?; ¿cuando con los victimarios nos unen vínculos de vecindad? El problema de las víctimas del terrorismo es -ya lo he dicho en otras ocasiones- que cuanto más se afirma el carácter político de la violencia en igual medida se reduce a las víctimas a un papel pasivo. Cuanto más político es el victimario, menos política es la víctima. Se reconoce valor político a la muerte provocada, se elimina todo valor político de la vida arrebatada. Si matar es más que matar, ¿por qué vivir o morir se reduce a vivir o morir? El caso es que la Iglesia vasca no ha sabido responder adecuadamente a la realidad de las víctimas del terrorismo. No es algo que pueda discutirse: lo han dicho las propias víctimas.
Luis Mari, Antón, Pablo y Jesús han tenido el coraje de ponerse al lado de nuestras víctimas. Conozco bien a los cuatro. A todos ellos los he tenido como alumnos en la fase previa a su ordenación como sacerdotes. Con todos he compartido mesa y mantel. Con alguno he vivido la experiencia montañera más peligrosa de mi vida. Con otros, militancia en Gesto por la Paz. Y manifestaciones y eucaristías y risas y quebrantos. El paso que han dado es cualquier cosa menos sencillo. Su valor simbólico es inmenso. Sin embargo, mucho me temo que su gesto profético acabe devorado por la irrelevancia. Sí, es cierto, su presentación pública ha sido cubierta por todos los medios de comunicación. Pero, ¿cuántos editoriales, cuántos artículos de opinión, se han producido a raíz de tal hecho? Y tras el hecho, ¿será posible, tal como ellos pretenden, abrir en el seno de la Iglesia vasca un debate profundo, sincero, libre y abierto sobre la situación vasca?
El problema estriba en que su gesto es radicalmente extemporáneo. Tiene tan poco que ver con lo que normalmente ocurre en nuestro país, con la manera en que hacemos las cosas... Las peores, aquellas que tienen que ver con la indiferencia ante la violencia; pero también las mejores, las que pretenden combatir esa indiferencia. Habrá quienes consideren que les hubiera faltado un juicio político más explícito de lo que hoy está ocurriendo, denunciando responsabilidades concretas. Para otros será un acto parcial y sesgado. Lo cierto es que, en los tiempos que corren -malos tiempos para la lírica-, este tipo de compromisos, edificados sobre el rigor, la sensatez y el espíritu constructivo, corren el riesgo de acabar olvidados por falta de intérpretes sociales y políticos capaces de entenderlos.
Por eso, me dirijo a quien corresponda: no podemos permitir que el gesto de estos cuatro curas acabe en el estercolero de la política vasca.
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