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Columna
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Sorpresas de sobra

Voy a remontarme bastante en el tiempo. Hasta el recuerdo de aquellas tienduchas que hacían las delicias de los niños en mi infancia, y que eran el equivalente de las actuales tiendas de chuches. Bastaría con comparar ambos tipos de establecimiento para saber cuánto y en qué dirección ha cambiado el mundo desde entonces. Pero sólo apuntaré que aquellas tenían menos edulcorante y más texto. Y sobre todo muchísima más aventura. Allí no entrabas, te adentrabas en un batiburrillo apretujado, explícito, diría incluso que orgulloso, de bolas de chicle, llaveros, silbatos, yo-yós, tebeos, revistas, pipas y peladillas, material escolar, palos de regaliz, deshilachados libros de alquiler y sobres varios. De éstos, los sobres sorpresa eran mis favoritos.

Grandes, oscuros, ininteligibles al tacto, aquellos sobres me fascinaban. Ahora sé que porque significaban los primeros contactos, "roces" en realidad, con los mecanismos del deseo y la esperanza; con la comprensión de que ambos son siempre, de algún modo, esperas defraudadas. Y es que, para qué nos vamos a engañar, en cuanto los abrías los sobres perdían mucho. Se quedaban, más que en nada, en lo mismo de siempre: cuatro caramelos, un chicle negro, un tebeo obsoleto, un ciclista minúsculo, confetis, alguna serpentina... Lo que no impedía que al minuto -la infancia es así, llena de avidez y olvidos-, consumidos los dulces, volada la serpentina, cambiado el ciclista por unos hilos de plástico para trenzar; te volviera a entrar el gusanillo de los sobres, y sobre todo la confianza en que la vez siguiente darías con el bueno, el extraordinario, aquel cuyo contenido dejaría al deseo cumplido, exhausto.

Me he ido muy lejos con el recuerdo. Posiblemente en busca de un poco de inocencia con que compensar la crueldad del presente. Probablemente por la propia atracción de la imagen, porque la política se parece cada vez más a un tenderete de sobres sorpresa. Se mire por donde se mire, la oferta es un envoltorio cerrado, sin apenas indicaciones en el exterior; y la pretensión consiste en que los electores, que por definición democrática somos mayores de edad, los aceptemos como niños confiadamente y sin control; o como descerebrados que se desentienden de su contenido.

Desde que el mundo es mundo la guerra significa lo mismo: masacre de inocentes y botín. Y sin embargo Bush la vende mentida y metida en un sobre de contenido sorpresivo, aleatorio, movedizo: lucha antiterrorista o derrocamiento del tirano o reorganización democrática de la zona. "Cómprese usted la guerra sin abrir", es el mensaje, "y no se preocupe que hay chucherías dentro". También amenaza en sobre cerrado con "consecuencias muy graves" a quienes no apoyen su cruzada.

Igual que el líder de la oposición española que, contagiado de ese secretismo postal, le anuncia "consecuencias" al gobierno sin especificar; y lo lamento, porque si algo necesita este país es una vía que tanto o más que de oposición sea de alternativa explícita, detallista, deletreada.

Y lo mismo puede aplicársele al presidente del PNV que acaba de pregonar que su partido "hará todo lo posible" para que haya listas de Batasuna en las elecciones de mayo. El qué, el cómo, el cuándo, el porqué de esa propuesta permanecen de momento en un sobre cerrado. Como sellado sigue el contenido -argumentos y estrategias- del "escenario de paz" prometido por el lehendakari.

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Llevamos demasiado tiempo padeciendo esas políticas de sobres sorpresa, de sobres sobresalto, que manipulan la opinión pública, desvirtuándola, reduciéndola a mera adhesión pública -un enunciado, titular o pancarta no da para más-. Y, sin embargo, en la opinión pública está la clave y la fuerza, basta con observar el recorrido de la crisis de Irak. Por eso es esencial recuperar, junto con las calles, el criterio; que no se alimenta de chucherías, que necesita información precisa y clara, que la exige.

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