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LA COLUMNA
Columna
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Siniestro total

DESDE QUE EN septiembre del año pasado el presidente Aznar anunció que era preciso optar entre Bush y Sadam, el Gobierno español ha sufrido un persistente deterioro que lleva todas las trazas de convertirse para su partido en un daño irreparable. No se trata sólo de que se le hayan acumulado desde entonces catástrofes y chapuzas sin cuento, que han dado al traste con la beatífica ensoñación de que en España todo iba bien, sino de que, ante esa avalancha de desventuras, el Gobierno ha reaccionado de manera torpe, como si hubiera pretendido ahondar su propio daño a conciencia.

Esto ha sido así con la gestión del chapapote y con la construcción de la línea de alta velocidad Madrid-Barcelona. Todavía no se puede creer que por pura casualidad, porque el gran socavón sobre el que se ha construido alegremente la vía quiso mostrar sus entrañas antes de que los trenes comenzaran a circular de manera regular, se haya evitado una espantosa catástrofe. Como única respuesta, el ministro del ramo no ha tenido mejor ocurrencia que achacar a los socialistas y a un sabotaje -¿por qué no a un sabotaje socialista?- los problemas de la nueva línea. Ministro de Fomento es el susodicho y buen fomentador será, aunque sólo de grandes chapuzas.

Pero idéntica imprevisión ha guiado la magna navegación del presidente Aznar por aguas internacionales. España puede y debe emprender una política exterior acorde con su posición en el mundo: como potencia media de la Unión Europea. Ésa fue la opción de la democracia, reafirmada con solvencia por los Gobiernos socialistas, que no desatendieron los compromisos con Estados Unidos, pero que dejaron de concederles el carácter privilegiado, casi unilateral, que tuvieron con el régimen de Franco. Aquella situación se acabó y por una vez España ocupó el lugar que le correspondía, quizá unos puntos alzaprimado por su condición de recién llegada, en el marco de la Unión Europea.

Todo eso, que tantos y tan excelentes resultados nos ha proporcionado desde los años ochenta, está a punto de saltar por los aires por una culpable improvisación del presidente cuando se precipitó en brazos americanos sin mantener entreabierta alguna ventana de salida, sin concederse ningún margen de maniobra. Ya entonces se podía temer lo peor, dado el belicoso acento que dominaba la política de Estados Unidos. Aquel temor no ha hecho más que crecer y confirmarse: el Irak de Sadam está tan lejos de ser la Alemania de Hitler como los americanos están cada vez más cerca de entender las relaciones internacionales a la manera nazi. Insultos a quienes no les siguen, caramelos a los que corren detrás, rudeza en el trato, desprecio a la diplomacia, amenazas de represalias, sarcasmos para el aliado, presiones insoportables, sobornos, despliegue militar. No hay más que ver los modos que gastan sus mandatarios para entender quién es aquí el que rompe las reglas, el que está dispuesto a saltar por encima del derecho internacional.

Todos los que hemos estimado la aportación de la gran república americana a la libertad y la democracia en Europa no podemos más que deplorar el rumbo que de un tiempo a esta parte sigue su política exterior, tan reminiscente en su lenguaje y sus maneras de las peores empresas imperiales surgidas de suelo europeo. Haberse sumado a esa empresa belicosa con el entusiasmo del vasallo constituye un error incomparablemente superior a los cometidos con el Prestige y con el AVE, y no pasará, como éstos, sin consecuencias para quien lo ha perpretado. Ya se está viendo en la impotencia de los políticos del PP, que nada han tenido que ver en esta decisión, para explicarse ante los públicos más diversos; dentro de poco no podrán salir a la calle.

El problema es que cuando un Gobierno yerra tan notoriamente, no puede enderezar el rumbo sin la dimisión de los responsables. Es incomprensible que el ministro de Fomento, debatiéndose entre chapapote y sumergido en el gran socavón del AVE, continúe en su puesto. Como lo es que el presidente se obstine en una política que está cavando cada vez más honda la tumba de su propio partido. Muy pronto, esta marcha al desastre no tendrá remedio con sólo nombrar al sucesor, sino que exigirá presentarlo a las Cortes para su investidura antes de que la legislatura llegue a término. Porque si este mismo Gobierno, con su presidente al frente, decidiera arrastrarse hasta las elecciones de 2004, el daño alcanzará a su partido, incapaz de moverse entre el amasijo de hierros a que habrá quedado reducido tras lo que amenaza con adquirir la dimensión de un siniestro total.

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