Cuando la guerra entra en casa
Uno. Hay clásicos que se iluminan mutuamente y a menudo por azar: lecturas coincidentes, interpolaciones, rebotes, puentes inesperados. Si esta temporada no hubiera visto Sábado, domingo y lunes en el Nacional de Barcelona, quizá ni se me hubiera ocurrido relacionar Las bicicletas son para el verano, que acaba de reponerse en La Latina, con el teatro de Eduardo de Filippo. Cuando se estrenó el clásico de Fernán-Gómez, la crítica mencionó a Buero, a Lauro Olmo, a Arniches. No recuerdo si mencionaron a De Filippo, pero la influencia -o la sintonía, si prefieren- me parece ahora innegable, desde el pórtico mismo de la obra, desde la declaración de intenciones de su autor: "Yo no quería hacer una tragedia", escribió Fernán-Gómez, "ni siquiera un drama, sino algo sencillo, cotidiano, en que las situaciones límite, si existían, no lo parecieran. Pretendía que la tensión no estuviera nunca cerca de las candilejas, sino en el telón de fondo de la historia". Lo que podríamos llamar la "moral del tono", tan bien expresada en esas líneas, es idéntica en Fernán-Gómez y De Filippo. Y la maravillosa indefinición genérica, tan similar a la de la propia existencia: "Usted mismo", se pregunta en otro momento Fernán-Gómez, "¿sabe si su vida está siendo un sainete sentimental, una alta comedia, una tragedia, una farsa grotesca?".
Hay un episodio, situado en el ecuador de Las bicicletas, que ilustra muy bien ese tono y esa mezcla de géneros, y que podría pertenecer perfectamente a Napoli Millionaria: la famosa escena de las lentejas. Estamos en el segundo año de la guerra y las lentejas cotidianas (las "píldoras del doctor Negrín") menguan misteriosamente, cucharada a cucharada, en la cocina de la familia protagonista. Doña Dolores, la madre, malfía de Doña Antonia, la vecina, sospecha que comienza a extenderse a otros habitantes de la casa. La tensión va creciendo, se cruzan las acusaciones, y Luisito, el hijo, confiesa comer el puchero a escondidas, y a esa confesión sigue la del padre, Don Luis, y de Manolita, la hija, y de la propia Doña Dolores: todos, a escondidas, creyendo que una cucharada menos no se notaría, han metido mano en el puchero. El equilibrio entre la tensión y el humor, el modo en que Fernán-Gómez nos muestra la instalación de la mezquindad en la vida de unas buenas gentes y el poso de tristeza que se decanta tras el efecto humorístico es sencillamente magistral.
Ése es, diría yo, el asunto central dc Las bicicletas: mostrar cómo la guerra entra en una casa, la casa de una familia madrileña de clase media, para modificar los comportamientos y segar las ilusiones; para hacernos ver las fatigas, los recelos, los corazones que se rompen, y la voluntad españolísima de echarle humor a las situaciones más desesperadas, y la amargura que va extendiéndose como un agua encharcada porque, como dice el lúcido Don Luis al acabar la función, "no ha llegado la paz, sino la victoria".
Dos. ¡Qué hermosa es esta obra, qué viva y conmovedora! ¡Y qué montaje espléndido ha dirigido Luis Olmos con la compañía del Teatro de la Danza! ¿Por qué ha tardado tanto tiempo en reponerse este texto, uno de los clásicos indiscutibles del teatro español contemporáneo? Quizá pesaba el recuerdo del gran montaje de José Carlos Plaza en el Español y su formidable reparto, pero han pasado veinte años desde entonces - veintiuno, para ser exactos- tiempo más que sobrado para intentar un revival con vistas a las nuevas generaciones... y a todos los que no la vieron, porque tampoco duró tanto en cartel, pese a su aura mítica. Hablando de repartos, el de La Latina es de los mejores que pueden verse en Madrid en estos momentos. Con, para empezar, un impresionante Gerardo Malla en el gran personaje de Don Luis, ese padre sensato, liberal, comprensivo; un Gerardo Malla que, a mi juicio, no ha estado mejor en su vida, con una humanidad serena y profundísima, con una sabiduría de gran cómico a la hora de dejar caer las réplicas y una sobriedad absoluta en los instantes dramáticos: su modo de manotear en los botones del aparato de radio, con la cabeza baja, tras verse obligado a despedir a María, la joven criada, nos dice mucho más sobre su vida anterior (el joven que quiso "emular a Máximo Gorki") que todo un capítulo de novela.
¿Seguimos con las grandes interpretaciones? Gloria Muñoz (Doña Dolores), otra de esas actrices que nunca dan un paso en falso: verdad instantánea a la que pisan la escena. Y la frescura de Lucía Quintana (Manolita, la hija), y Sandra Ferrús (María), y la impecable Enriqueta Carballeira, que estuvo en el primer estreno, y que aquí interpreta a la patética y temible Doña Antonia. Ésos son, para mi gusto, los cinco ases del reparto, un reparto de 15 intérpretes, sin apenas desajustes, en el que también destacan la veteranísima Charo Soriano (Doña Marcela) y el joven Julián González en el papel de Luisito. Hay algún actor que no alcanza la cota de emoción requerida por el texto -como el monólogo de Anselmo, el miliciano, interpretado por Coté Soler- y una oscuridad excesiva, cosa curiosa porque la iluminación está en manos de un maestro, Quico Gutiérrez. Cierto que los bombardeos dictan la penumbra y hay varias escenas que transcurren en un refugio, pero siempre es buena cosa verles la cara a los actores. Resumiendo: que hay que ir a La Latina a ver Las bicicletas son para el verano, a emocionarse con el texto y aplaudir a sus actores. Y otra recomendación, sobre la que me extenderé la semana próxima: El burlador de Sevilla, en el Pavón. Un elegante trabajo de Narros que hace olvidar el desastre de Tío Vania y con un gran regalo: Carlos Hipólito, el "retorno" de Carlos Hipólito a la CNTC. Otro de esos actorazos que no se prodiga tanto como debería, y que en El burlador juega y gana en todas las mesas, con el poder de seducción y la inquietante (por jovial) malignidad de su Don Farruquiño de Comedias Bárbaras.
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