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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Magnicidio en Belgrado

El asesinato a tiros del primer ministro serbio, Zoran Djindjic, culmina de forma explosiva el ciclo de violencia política que ha caracterizado la desintegración de la antigua Yugoslavia, hoy desaparecida incluso de nombre. Tras una carrera política con no pocos claroscuros, Djindjic se convirtió en el reformista que más empujó en la caída de Slobodan Milosevic -él decidió finalmente ponerlo en un avión a La Haya- y representaba en este contexto la opción más aperturista para Serbia y la colaboración más decidida con Occidente y sus valores, frente al talante retardatario del ex presidente Vojislav Kostunica y las Fuerzas Armadas. Algo muy difícil de perdonar en un país que no acaba de enfrentarse a un pasado de horror y limpieza étnica vivido en las postrimerías del siglo pasado.

El magnicidio de Belgrado desestabiliza un equilibrio político más que precario en un país cuyas recientes instituciones democráticas pugnan por afianzarse a trompicones. Tras más de una década de formidables traumas ideológicos y bélicos, culminada con la pérdida de Kosovo, Serbia es una sociedad desmotivada y pendular, en la que dos elecciones presidenciales sucesivas no han alcanzado la participación suficiente para designar jefe del Estado. En la última, en diciembre, el segundo candidato más votado fue Vojislav Seselj, un caudillo fascista reclutador de pistoleros para la limpieza étnica de Bosnia, entregado voluntariamente el mes pasado en La Haya.

El Gobierno serbio, que ha decretado el estado de excepción, dice carecer de pistas sobre los autores o móviles del asesinato, realizado a distancia y con un arma larga. Pueden ser múltiples en un mundo donde crimen y política han ido de la mano durante los últimos años. El mes pasado, Djindjic escapó ileso cuando un camión invadió el carril contrario y embistió la caravana oficial en la que viajaba. El procedimiento ya había sido utilizado contra otro líder político, Vuk Draskovic, que resultó malherido. El primer ministro insinuó entonces que el atentado podía tener que ver con los esfuerzos del Gobierno para combatir el crimen organizado.

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La Serbia de Milosevic, instigadora de cuatro guerras perdidas en diez años, sobrevive todavía en forma de un Estado semimafioso que vende cara su desaparición, en el surco que dejaron los conflictos nacionalistas, las sanciones económicas y el aislamiento internacional que sufrió el país hasta el año 2000. Llevará años desanudar los lazos entre el delito organizado y el poder, que ha regado las calles de Belgrado, en crímenes siempre sin aclarar, con los cadáveres de pistoleros étnicos como Arkan, generales, ministros, jefes policiales, millonarios vinculados al tráfico de armas y el contrabando y amigos de la familia Milosevic.

La muerte de Djindjic puede estar vinculada a los coletazos de este rastro de sangre; pero también al envío forzoso a La Haya de Milosevic, a la entrega al mismo tribunal del ex presidente serbio Milutinovic o a su admisión implícita de la protección que el Ejército serbio sigue dando al general genocida y fugitivo Ratko Mladic. O a la limpieza decretada en la firma estatal Jugoimport, en cuyo consejo de administración se sentaban ministros federales y serbios de Defensa e Interior, tras descubrirse el año pasado su implicación en masivas violaciones del embargo de armas contra Irak.

El asesinato de ayer demuestra que la transición serbia dista de estar concluida aunque se modernice su sistema bancario, se haya estabilizado el dinar y Milosevic y otros jerarcas vayan a recibir su merecido en el tribunal que juzga las atrocidades cometidas en la antigua Yugoslavia. La regeneración de Serbia, una sociedad amedrentada y enferma, y su incorporación al sistema de valores occidental, tiene mucho mayor alcance que la lucha policial contra el crimen organizado o las prácticas ortodoxas de un Gobierno representativo. Tiene que ver sobre todo con un íntimo e imprescindible ajuste de cuentas colectivo con la historia, todavía pendiente.

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