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AMENAZA DE GUERRA | Las protestas en España
Columna
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El mensajero domado

El conflicto de Irak está dando nuevos argumentos a favor del difundido aserto según el cual la democracia no es sólo un sistema institucional, cuyo fundamento son las elecciones celebradas cada cierto tiempo, sino también un régimen de opinión, cuyas principales manifestaciones son la libertad de prensa y los sondeos sobre los pronunciamientos de la sociedad en torno a cuestiones polémicas. Contra lo que sostenía Aznar durante la última legislatura socialista, la coexistencia -más o menos pacífica- entre ambos niveles de vida democrática no implica el enfrentamiento de dos legitimidades situadas en pie de igualdad: el mandato conquistado en las urnas no queda invalidado por las encuestas desfavorables a esa mayoría parlamentaria. Pero los gobernantes no siempre se conforman con la indiscutible superioridad jerárquica de la lógica institucional cuatrienal respecto a los estados de ánimo coyunturales del electorado: también pueden sentir la tentación de falsificar las voces de la sociedad mediante sondeos trucados.

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Las manipulaciones perpetradas por el Gobierno de la Generalitat con encuestas encargadas a empresas demoscópicas y pagadas con dinero público cubren desde la alteración de sus contenidos hasta el ocultamiento de su existencia, pasando por la fabricación de sondeos falsos. No se trata, así pues, de una anécdota curiosa o de una picardía menor, tal y como dejó entrever hace dos semanas Jordi Pujol al culpar de esas irregularidades "a un inútil o a un tonto". Desde 1998, el Ejecutivo catalán está legalmente obligado a dar publicidad a esos sondeos y trabajos, a depositarlos en el Registro de Encuestas y Estudios de Opinión del Instituto de Estadística y a remitir al Parlamento las evaluaciones referidas a los líderes políticos. Todo parece indicar que la Consejería de Presidencia, desempeñada desde enero de 2001 por Artur Mas (conseller en cap y candidato de Convergència i Unió a sucesor de Pujol), ha sido la factoría clandestina encargada de instrumentar esa triple estrategia de falsificación, omisión y fabulación de encuestas y estudios.

La tradición imperial de matar al mensajero cuando la valija contiene malas noticias ha caído en desuso: ahora basta con domar al cartero para que mienta. Dos barómetros electorales -fechados en julio de 2000 y enero de 2001- fueron retocados en despachos oficiales del Gobierno de la Generalitat con el objetivo de mejorar la imagen de los líderes de Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) -el partido hegemónico de la federación CiU (Convergència i Unió)- a costa no sólo de los candidatos del PSC (Maragall) y del PP (Piqué) sino también de su socio Josep Antoni Duran Lleida, dirigente de Unió Democràtica. Dos sondeos realizados en febrero de 2000 y octubre de 2001 sobre proyectos de obras que habían desatado apasionadas disputas entre la población afectada (una línea de alta tensión y un campo de golf) fueron parcial o totalmente ocultados porque sus resultados contradecían los criterios gubernamentales.

La filtración a mediados del pasado enero a una agencia y a un periódico de un sondeo inventado de cabo a rabo (se ignora aún si la fuente intoxicadora fue la Consejería de Presidencia o la dirección de CiU) ha desbordado el estanque de las trapacerías. La falsa encuesta -atribuida a una empresa que ha negado la autoría- convertía casi en un empate técnico la desahogada ventaja de voto estimado de Pasqual Maragall respecto a Artur Mas (en torno a los ocho puntos) pronosticada por varios institutos de demoscopia. La inicial resistencia del Gobierno catalán a reconocer su responsabilidad en el fraude dejó luego paso a una tosca maniobra diversionista: el chivo expiatorio elegido para el sacrificio fue la supresión de la Dirección General de Evaluación y Estudios (con la consiguiente decapitación de su titular, Josep Camps), adscrita a la Consejería de Presidencia, y el traspaso de sus funciones al Instituto de Estadística, encuadrado en la Consejería de Economía, pese a que el departamento guillotinado no tenía a su cargo -a diferencia de otros trabajos- el diseño de los barómetros electorales. Resulta dudoso, en cualquier caso, que ese liviano lastre arrojado por la borda tenga capacidad suficiente para salvar del naufragio la carrera del conseller en cap, Artur Mas, y de sus más íntimos colaboradores.

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