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Columna
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Marisma y guerra

El ánimo atribulado de estos días buscó reposo en la naturaleza. Por donde empieza la marisma, muy cerca de Sevilla, vence la primavera a los últimos rigores del invierno. El viejo Guadalquivir se abre en canalillos y brazos de fango por entre las tablas del arroz, y una prometedora vegetación apunta entre los humedales. A simple vista no lo parece, pero un gran número de aves se agita entre los carrizos y, al ruido del motor, levanta un vuelo raso, como avisándose de la rara presencia humana. Como si notaran que algo sucede esta tarde cualquiera, sólo que con más preludios de muerte. Tal vez acusan la densidad que tienen los desvelos del hombre contra la sombra de la guerra, contra los especuladores de la sangre y del petróleo. Protestas y gritos, los de una especie que dicen superior, súbitamente airada, han de poner una brusca zozobra en este paisaje que iba saliendo de su letargo lentamente.

Todo parece, en fin, como temiendo la aparición del halcón. La garza rehuye nuestra presencia alzando su vuelo azulado. Avizora el cernícalo desde su milagrosa atalaya, como un AWACS de la avifauna. En la orilla contraria de un meandro bullen anátidas y pequeñas zancudas de pico largo; patos reales, andarríos, cigüeñuelas, agachadizas y agujas colinegras, con su incesante hurgar en el limo. Maravillosos seres indefensos, ajenos por completo al peligro. Tan leve bullicio apenas contrasta con el silencio plano de la marisma, cuando paramos el motor y montamos el telescopio. Si fuera un arma, podríamos matar a placer.

La tarde va cayendo y empieza a llenarse de presagios. El corazón del hombre, de metáforas extraviadas. Prenden las llamas del poniente, como otro incendio inevitable, mientras se apagan los escasos colores de la marisma y se inicia el ajetreo vespertino. En los tarajes se juntan mosquiteros, bisbitas, buitrones, minúsculos habitantes del miedo. Desde lo alto de un cardo, la tarabilla llama a su pareja para pasar la noche. A contraluz del horizonte cruza un bando de cormoranes, o quizás sean espátulas. A esta hora ya no se distinguen bien, como los F-18 de los F-16. De las distintas lagunas, por fin, van saliendo los negros aguiluchos. Dejan sus tácticas invisibles para reunirse en el cercano dormidero. Son los F-117 de la marisma. De otras partes acuden también gaviotas sombrías, cigüeñas negras, avefrías, todas en blanco y negro. De pronto hasta los colores y los nombres se vuelven premonitorios. De pronto todo se hace negro o blanco, como el universo de Bush.

Otro bando incierto cruza velozmente por detrás de un cortijo y se echa en la parda lejanía. Los prismáticos averiguan que se trata de un importante número de moritos (¡), cada vez más frecuentes en nuestras costas, y adentrándose. El silencio se estremece con el zumbido de una corriente eléctrica, sobrecarga en las líneas que cruzan el paisaje. La tensión contenida hace vibrar la escasa luz. De vez en cuando algo chilla o parlotea en la penumbra. Quién sabe. Ya de vuelta a la carretera, casi noche, una lechuza blanca de gran tamaño cruza por delante del vehículo, tan tranquila, detrás de un ratón. No se le escapará.

(Aznar, go home).

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