Retrato en Nueva York
Nos ponderaban desde las tribunas del Gobierno la importancia de apostar por el respeto a la legalidad internacional. España debía estar, insistían, a lo que dijera el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Fuera de la ONU era imposible la salvación, quedaríamos arrojados a las tinieblas exteriores donde sólo se oiría el llanto y el crujir de dientes, causados por las armas de destrucción masiva, nucleares, químicas y bacteriológicas, en manos del terrorismo internacional. Ni por un puñado de votos, ni por todo el parné de la bienpagá nuestro líder providencial pondría en juego la seguridad de los españoles. El caballero determinado en que parece transmutado José María Aznar, repite como un estribillo la divisa de su compromiso con lo más alto.
De ahí, la intentada identificación con Churchill y la condena absoluta de la oposición, tildada de comunista o compañera de viaje, presentada como irresponsable consentidora de las matanzas de Satán Husein. Pero frente a la asimilación tergiversadora, se impone la clarificación sancionadora, que propugnaba el gran Arturo Soria. Porque ¿a cuento de qué hemos de soportar que alguien se erija en exclusivista de la bandera, de la Constitución, de la lucha por las libertades y contra el terrorismo o de la responsabilidad internacional? A partir del primero de enero de 2003 España pasó a ser miembro del Consejo de Seguridad. Se convirtió así, por elección, para los próximos dos años en una de las voces del coro a la que corresponde opinar y conformar la voluntad del máximo órgano de Naciones Unidas, no sólo acatarla.
Pero el examen de nuestro papel en ese foro produce sonrojo. Primero, por la incompetencia con la que hemos comparecido; segundo, porque, como decía el ministro de Asuntos Exteriores José María de Areilza "no hay mayor síntoma de sumisión que adoptar como propios los odios ajenos". Después hubo que atender las necesidades del premier británico, Toñín Blair, hacia su opinión pública y para ello se imaginó una segunda resolución que desencadenara el ataque automático a Irak. Sonaron voces de disconformidad de Alemania y Francia y el ambiente se llenó de dudas. Entonces los fundamentalistas de la Casa Blanca declararon proscrita a Alemania y anticiparon que Francia haría de capitán Araña y después de flirtear con el veto sería incapaz de sostenerlo. Pero el presidente Jacques Chirac tomó conciencia del envite y decidió que no era bueno para Francia que la Alemania del canciller Gerhard Schröder, bloqueada en la posición contraria a la resolución en curso, estuviera sola y llegara a sentirse de nuevo una inválida internacional, como en la pasada posguerra.
Chirac y su ministro de Exteriores, el admirable Villepin, hablaron con todos y, en ese rincón de la historia del que Aznar nos ha sacado, encontraron a Alemania, a Rusia, a China, a Siria y tal vez a México, a Chile, a Angola, a Camerún, a Guinea, a Siria y quién sabe si a Pakistán, además de a la Santa Sede, a Bélgica, a Austria, a Irlanda y suma y sigue. O sea, que al secretario de Estado de EE UU, Colin Powell, empiezan a no salirle los 9 votos necesarios para que haya resolución. La ministra española quiso pensar que esa cifra quedaba garantizada y que nada ensombrecía la legalidad del ataque decidido por Bush el improbable veto francés, a cuya descalificación como antidemocrático y arcaico empezaba a aplicarse. Pero ahora faltan votos y una vez que la flecha está en el arco tiene que partir, según nos tiene prevenidos Sánchez Ferlosio.
Entonces se arranca por la banda Powell y anuncia "graves consecuencias" para la díscola Francia, utilizando los mismos términos reservados en la resolución 1441 para Satán Husein. Y antes la misma Administración de Bush, según denuncia Paul Krugman en el Herald Tribune, ha pretendido el voto de México sugiriendo que en otro caso en EE UU los mexicanos podrían padecer como los japoneses después de Pearl Harbor. Se averiguan falsas las pruebas aportadas a los inspectores por Washington y Londres. Estalla el escándalo de las escuchas ordenadas por los servicios de inteligencia americanos a las delegaciones diplomáticas ante la ONU de los países dudosos de votar la guerra. Al premier británico se le rompe el Labour Party y cunden las dimisiones en su Gobierno. Todos se preparan para el retrato en Nueva York. Aznar, mientras hunde a un PP en el entusiasmo, va a salir muy esquinado.
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