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Columna
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Maestros

Que Bush y sus colaboradores (Bin Laden, Rumsfeld, Hussein, Cheney y Sharon) rijan los destinos de la humanidad indica el grado de descomposición al que hemos llegado. Alguien dirá que la grandeza de la democracia occidental, eso que llaman "nuestros valores", consiste precisamente en permitir que individuos sin cultura, sin talento, sin relevancia intelectual, insignificantes en casi todos los órdenes de la vida, puedan dirigir un país. Pero oigo a Aznar hilar su burdo discurso de cabo chusquero y no veo por ninguna parte la grandeza de este sujeto. Sólo en un ambiente de degeneración general puede entenderse que un empleado público, al que se le paga por representar la voluntad popular, pueda dirigir la política exterior de un país según su criterio personal, según sus convicciones o, lo que es peor, según sus complejos, sus ambiciones personales y sus patéticos delirios de grandeza.

En fin, no era de esto de lo que quería hablar, sino de los maestros, como dice el título de la columna. Porque, con ser alarmante, no es en el ascenso de la cómica figurilla de Aznar donde veo yo indicios de un cierto desarreglo del cuerpo social, sino en esos casos, por desgracia cada vez más frecuentes, en los que un padre, una madre o un alumno agreden a un maestro o a un profesor. Así como la muerte de una madre a manos de su hijo tiene un componente simbólico que hace más perturbador si cabe el asesinato, la agresión a un maestro no es un simple episodio de violencia, sino el síntoma de un tumor social cancerígeno. El último caso conocido ha sucedido en Córdoba, en el colegio Albolafia. Un niño de 11 años dice a su madre que la maestra ha dado una bofetada a su primo de 5. Las dos madres cogen una botella, la cercenan de un golpe seco, se presentan en el colegio y, antes de preguntar si es verdad o mentira, agreden a las maestras de los dos niños.

Hemos pasado de reverenciar la figura del maestro, que junto a la del cura y a la del médico infundía respeto y temor, a despreciarla. No digo que haya que volver a aquella escuela del miedo. Muchos aspectos de esa educación no deben repetirse, y la escuela autoritaria debe quedar sepultada para siempre bajo el peso de la educación en libertad. Así ha sido en buena medida. Sin embargo, no hemos sabido demoler el autoritarismo sin derribar también el principio de autoridad, que es el principal sustento de cualquier actividad pedagógica. A esto hay que unir el declive de la educación y el desprestigio social de la formación. Nuestra civilizada evolución desde la represión a la libertad se ha visto acompañada de un viaje inverso hacia la barbarie: el que va desde la alta valoración social de los estudios humanísticos hasta su consideración como simples adornos, como molestos estorbos en el camino hacia la única verdad: el dinero.

En un mundo sin modales, en un mundo que desprecia la educación y que da por segura definitivamente la superioridad de las armas sobre las letras, es normal que se agreda al maestro, es normal que el chulo de la clase y su lameculos se hayan hecho con el control del instituto.

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