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Columna
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Ceniza

Lo llevaba su madre de la mano a la salida del colegio, y el niño, que aún tenía la señal de la ceniza en la frente, le preguntaba: "Mamá, ¿es verdad que me voy a convertir en polvo?". Era un niño de apenas siete años y parecía muy excitado por las terribles palabras que le había dicho el cura durante la ceremonia. Este año, el miércoles de ceniza ha sido ya un día primaveral. El sol tenía el mismo grado de azúcar que el de mi infancia, por eso, al ver a este niño que comenzaba a interrogar la vida con esa cruz en la frente, he recordado aquellos miércoles de ceniza de la posguerra cuya liturgia ratonera se superponía a la miseria política. Entonces el cura lo pronunciaba en latín de forma tajante: eres polvo y en polvo te convertirás, pero yo no le creía porque en ese momento a mi alrededor estaba a punto de reventar el azahar y de la cocina de casa salía a veces un perfume de chuletas con pimientos asados. Pese a las calamidades que presagiaba aquella ceniza, yo no lograba asociarla con el polvo de la muerte, sino con la sangre feliz de los geranios que por esa época se renovaba ya contra la pared encalada del patio. De niño hacía todo lo posible para que esa cruz de ceniza perdurara en mi frente todo el día. La lucía con la vanidad de mi inocencia y con ella iba a buscar nidos en los limoneros y, si jugaba al fútbol en el recreo, no remataba de cabeza para que parte de la ceniza no se la llevara el balón. Con la llegada de la ceniza comenzaban a expandir sus latidos de pan profundo las tahonas y los palomos zureaban un furioso amor en el tejado. Solía haber vendavales con viento morado de cuaresma y a veces el temporal de Levante hacía humear el estiércol fermentado donde algunos insectos dorados celebraban grandes bodas. Por mucho que entonces me predicaran que Dios estaba arriba en el cielo, yo lo veía siempre en la tierra, en las semillas de cáñamo que hacían cantar al jilguero, en los espárragos silvestres de las cunetas. Cuando me amenazaban con que era polvo y que en polvo me iba a convertir, sabía que muy pronto las niñas estrenarían vestidos con lazos y muchas flores y que iría con ellas a ver a Dios por debajo de los naranjos. Este miércoles de ceniza, la madre joven que llevaba al niño de la mano a la salida del colegio no sabía qué responder. Ante las preguntas insistentes de su criatura, se detuvo junto al tronco de una acacia de esta colonia de Madrid, sacó un pañuelo del bolso y le limpió la señal de ceniza en la frente. "No, hijo mío, tú nunca serás polvo". Yo pensé: "No sabe lo que se pierde".

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