Una extraña sensación de calma
Mientras una guerra se cierne sobre Irak, los habitantes de Bagdad viven como si no les afectara
Caminar estos días por la capital de Irak recuerda a esos momentos en las películas de terror donde todo sucede de forma dulce, suave y la gente es cordial y entrañable, pero la música de fondo nos advierte de que algo tremebundo va a ocurrir. Todo el mundo sonríe. De día o de noche, desplazarse a solas en esta ciudad de cinco millones de habitantes aún no contaminados con los males del turismo no entraña riesgo. Cualquier coche se convierte en taxi con sólo levantar un dedo. Rara vez el conductor sabe inglés. Y rara vez pedirá más de cuatro billetes de 250 rupias, parecidos a los antiguos de 10.000 pesetas, cuatro billetes que al cambio salen por menos de 60 pesetas. Si el extranjero paga más, el taxista ocasional, con mucha probabilidad, le devolverá el dinero.
"La gente de este país tiene una cultura milenaria, por eso sabe guardar la compostura"
Pero la música de fondo cada vez suena más fuerte, y los iraquíes parecen no escucharla. Mientras gran parte de los más de 100 periodistas desplazados a Bagdad ya han mantenido reuniones para establecer qué hotel será el más seguro, en qué lado del río Tigris conviene situarse, qué clínica convendría tener asegurada en caso de que algún colega resulte herido... la gente de Bagdad sonríe y hace chistes con la idea de la guerra.
Hamid tiene 27 años, dos hijos y una tienda de zumos en una de las mejores calles de la ciudad, la que sirve de estacionamiento a los grandes taxis, autobuses y todoterrenos que hacen el recorrido de Bagdad a Jordania y Siria. "A mi tienda llegan muchos extranjeros de otros países árabes que vienen a hacer negocios o a visitar santuarios. Y todos me preguntan lo mismo que usted. Que cómo es que estamos tan tranquilos. Y yo les respondo a todos lo mismo: que en esta ciudad estamos acostumbrados a los bombardeos".
Ésa será una respuesta que sucesivamente irá contestando un sastre, un médico, un funcionario jubilado, una monja maestra en uno de los mejores colegios de la ciudad, un taxista... Nadie confiesa que haya excavado un refugio bajo el suelo o una trinchera en el jardín, como aconsejó Sadan Husein en un discurso televisado. Nadie tiene previsto nada especial, salvo el acopio de alimentos. "En la guerra de 1991 nos subíamos a las terrazas para ver los bombardeos mejor", comenta un comerciante. "Y después hubo más bombas en el 93, en el 94, en el 96 y en el 98. Y aquí estamos. Dios nos protege".
Cuando en el colegio de la monja Shakwana la maestra pregunta a las alumnas de quince años cuál es la razón de la guerra, todas levantan la mano. La respuesta es siempre la misma: "El petróleo de Irak". Y una niña añade: "Estados Unidos cree que tenemos armas de destrucción, pero no es verdad". Casi todas las niñas guardan recuerdos muy precisos de la guerra del 91, a pesar de que apenas tenían dos o tres años. Una recuerda a su padre que regresaba herido y llorando; otra, las historias de sed que pasó su padre en el desierto; otra, la oscuridad y el sonido de las bombas; otra, a sus tíos y sus primos que murieron en un refugio antiaéreo.
"Con lo lindas y lo dulces que son estas crías. Y pensar que dentro de dos semanas alguna puede estar muerta...", comentaba el empleado de banca prejubilado Javier Acera, uno de los brigadistas contra la guerra asturianos que visitó esta semana.
Pero ni las niñas ni sus maestras parecían estar preocupadas en lo más mínimo. Preguntaban, lo mismo que muchas universitarias, por Raúl. Hay un canal deportivo en Irak que siguió un entrenamiento del Real Madrid esta semana durante hora y media. Los casi 300.000 soldados norteamericanos y británicos desplegados en las fronteras del país no parecían influir en el colegio.
Ya no quedan rastros en la ciudad de las bombas del 91. Sólo el refugio antiaéreo donde murieron calcinadas 400 personas, que se puede visitar como un lugar turístico. Y en las calles, apenas se ven algunos signos de lo que se avecina: las ventanas del Ministerio de Educación, todas con cinta adhesiva en previsión de las bombas; sacos de arena en algunas calles y algunas plazas, y pequeños simulacros de alerta.
Pero el miedo no aparece en los ojos de la gente. Y la expresión bélica tampoco. Nada de "los vamos a destrozar" o "ésta va a ser la tumba de América", expresiones que sí se escuchaban en las provicias paquistaníes próximas a Afganistán tras el 11 de septiembre. "La gente de este país tiene una dignidad y una cultura milenaria (aquí se encontró el primer código de leyes escritas de la humanidad, el código Hammurabi), y por eso la gente sabe guardar la compostura", comenta un periodista de la cadena de televisión árabe Al Jazira que cubrió la guerra de Afganistán en Kandahar.
Hasta hay iraquíes, como el barbero Hikmat Mahmod, de 82 años, famoso en el país por ser el más viejo en su profesión y haber pelado a reyes, que por pensar piensan hasta que no va a haber guerra. "Todo seguirá igual. Pero si los americanos nos atacan, pues entonces... Hay un refrán iraquí que dice que a quien me pinche con una aguja le pincho con mi espada".
"En la universidad el asunto de la guerra no está entre nuestras conversaciones", comenta un estudiante de filología hispánica que se hace llamar Alejandro. "Quien tenía previsto comprarse un coche o una casa no cambia de decisión por esto", añade. "Al hombre mojado no le hace daño la lluvia", irán repitiendo una y otra vez los consultados.
¿Pero cómo puede uno acostumbrarse a la muerte de los seres queridos? ¿Puede ser que muchos iraquíes estén deseando que salga Sadam Husein del país al precio que sea?
Eso es sumamente dífícil de averiguar. A los periodistas se les asigna un guía, que en realidad es agente del Estado. Todas las respuestas están condicionadas por su presencia. Y si el periodista decide buscarse otro intérprete, ha de asumir las consecuencias. Ayer, un iraquí me acompañó a un café. Aún no nos habíamos sentado cuando un guía de otro medio sacó a mi intérprete del café, tomó su documentación, la matrícula del coche del conductor, y nos advirtió que tendríamos que dar explicaciones ante las autoridades correspondientes.
Es difícil caminar por la ciudad sin toparse con una foto inmensa o una estatua de Husein. Ya sea vestido de militar o sentado y hablando por teléfono, posando su mano en la cabeza de un niño, a caballo, con mascota, de pie y con el fusil apuntando hacia el cielo, de pie y con la mano derecha paralela al suelo como un cantaor flamenco. Y siempre con los ojos bien abiertos.
Anteayer la televisión iraquí mostraba en directo cómo los generales daban cuenta ante Sadam Husein del estado de las tropas, uno por uno. Y Sadam, sentado y con un puro, les escuchaba. Pero ayer, del informe del inspector de la ONU Hans Blix, la televisión iraquí sólo aportó un resumen en el que, por cierto, la ministra de Exteriores de España, Ana Palacio, ocupó un lugar destacado.
En las calles, el nombre de Aznar es conocido. "Cuando el guía de las ruinas de Babilonia nos preguntó que de dónde éramos y le dijimos que españoles, nos dijo: '¡Ay, José Mari, José Mari!", comenta la brigadista española María Rosa Peñarroya,
Pero nunca un insulto, ni advertencia, ni amenaza. En un país donde no llega ninguna prensa extranjera, donde los universitarios no pueden costearse las dos mil rupias (menos de un euro) que cuesta conectarse a Internet en los dos hoteles que ofrecen este servicio, la amenaza de guerra parece aún algo lejana. Y la gente, en medio de tantas estatuas, no para de sonreír.
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