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Reportaje:

La hora del presidente

Enric González

George Walker Bush se habrá levantado temprano esta mañana, como cada día. Antes de las seis habrá leído ya su fragmento cotidiano de la Biblia, o unas cuantas páginas de algún libro religioso. La semana pasada estaba leyendo una recopilación de sermones de Oswald Chambers, un célebre predicador bautista escocés fallecido en 1917, poco después de predicar entre las tropas australianas y neozelandesas que se aprestaban a vencer las últimas resistencias turcas y conquistar Jerusalén para el Imperio Británico. Quizá Bush haya terminado ya ese libro, muy utilizado entre los cristianos estadounidenses para el "fortalecimiento espiritual". Quizá haya vuelto a la Biblia. La religión y el ejercicio físico constituyen para el presidente mucho más que fe y salud. Le permiten autodisciplinarse, controlarse, mantener a distancia la duda, que no soporta, y la tentación. George Walker Bush fue alcohólico. La duda lleva a la tentación, y la tentación lleva al vaso de Jack Daniels.

Una consecuencia inmediata es que la carrera política de toda una generación de dirigentes occidentales, incluyendo la del hombre que reza y decide en la Casa Blanca, pende de un hilo
Irak es una apuesta gigantesca y de altísimo riesgo. Puede cambiar la envenenada dinámica de Oriente Próximo. O puede provocar un incendio pavoroso en una región atormentada
Fritz Risch, pastor presbiteriano: "Lo que han añorado es un dirigente davídico, un líder como el David de la Biblia, capaz de unir su visión secular con sus aspiraciones espirituales"
El Congreso, "terriblemente silencioso", ha asentido a cualquier iniciativa presidencial acogotado desde el 11-S por miedo a parecer antipatriótico, afirma el senador Robert Byrd

El presidente de Estados Unidos se dispone a ordenar el inicio de la invasión de Irak. Es, sin duda, un momento crucial de su vida, y un momento crítico para el mundo. Bush conoce ya la mecánica, porque será similar a la seguida para atacar Afganistán: una reunión final en la Casa Blanca, una firma, un mensaje televisado a la nación. Irak, sin embargo, no es Afganistán. Aquél fue un conflicto respaldado por el resto del mundo, relativamente barato en vidas y dinero, con una trascendencia que está aún por ver: una vez caídos el régimen talibán y dispersadas las fuerzas de Al Qaeda, Kabul interesa muy poco al Gobierno de Washington; tal vez pronto se retire de suelo afgano el último soldado estadounidense; tal vez se vuelva pronto al viejo sistema de satrapías y bandas guerreras. ¿A quién le importa? El asunto, para Bush, ha quedado atrás.

Irak, sin embargo, es una apuesta gigantesca y de altísimo riesgo. Puede cambiar la envenenada dinámica histórica de Oriente Próximo, si el vicepresidente Dick Cheney y los estrategas civiles del Pentágono tienen razón. O puede provocar un incendio pavoroso en una región ya muy atormentada. Las consecuencias futuras están por ver. Las consecuencias presentes son profundas hasta el vértigo: el Consejo de Seguridad de la ONU, el organismo que supuestamente debía regular el "nuevo orden" creado por el colapso de la Unión Soviética, está roto; la construcción de una unidad continental europea, que formaba parte de los objetivos estratégicos fundamentales de Washington, queda bajo un interrogante; el rechazo popular al liderazgo estadounidense es mayor y más visible que nunca; la carrera política de toda una generación de dirigentes occidentales, incluyendo la del hombre que reza y decide en la Casa Blanca, pende de un hilo.

¿Valía la pena pagar ese precio? George Walker Bush está convencido de que sí, de que cualquier precio es bueno. El objetivo es la creación de un mundo nuevo, pacífico, protegido de forma benévola por un país de incomparable (y eterno) poderío militar, destinado desde siempre a cumplir las misiones más altas. A Bush no le da miedo pensar en grande. Y dice lo que piensa, lo cual resulta inhabitual en política. Cuando anunció que su guerra contra el terrorismo iría más allá de Osama Bin Laden y Al Qaeda, que incluiría acciones encubiertas y batallas convencionales, y que duraría "una generación, quizá más", sus palabras no fueron tomadas al pie de la letra. Pero estaba formulando sus planes con exactitud.

El "viejo orden" de la segunda mitad del siglo XX se derrumbó en 1989, con el muro de Berlín. Pero el "nuevo orden" no nació en la guerra del Golfo, ni en el multilateralismo asimétrico ensayado por George Herbert Walker Bush, el presidente número 41, y más o menos mantenido por Bill Clinton. El "nuevo orden" surgió de las ruinas del World Trade Center de Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, bajo la presidencia de George Walker Bush, el número 43 en la genealogía iniciada por George Washington.

"No se ha llegado a comprender en toda su magnitud el impacto que los atentados del 11-S ejercieron sobre Bush y sus colaboradores más cercanos", afirma Frank Bruni, biógrafo del actual presidente de Estados Unidos. "El poder del recuerdo del 11-S", prosigue, "ensordece cualquier consejo que puedan escuchar. En la Casa Blanca impera la obsesión por construir un mundo más seguro, y Bush está convencido de que una intervención en Irak contribuirá a alcanzar ese objetivo".

El presidente guarda en un cajón de su mesa del Despacho Oval varias carpetas para no olvidar nunca lo que ocurrió aquel día. Una contiene fichas con los nombres y retratos de los principales dirigentes de Al Qaeda. Cuando alguno de ellos es detenido o muerto, Bush traza un aspa sobre su rostro. Otra carpeta contiene fotografías con las imágenes más estremecedoras que captaron los equipos de rescate bajo los escombros de las Torres Gemelas y del Pentágono. Son las fotografías que nunca se han publicado en Estados Unidos: los espinazos humanos colgando de hierros retorcidos, las cabezas, las piernas...

Los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 no bastan, ni mucho menos, para explicar la actual situación. Pero la hicieron posible. Los atentados acabaron de forma muy traumática con una de las bases del "sueño americano": ocurriera lo que ocurriera en el planeta, los estadounidenses siempre, desde que el general Andrew Jackson derrotó a la última expedición británica en enero de 1815, se habían sentido invulnerables en su propio territorio. Cuatro aviones secuestrados por terroristas demostraron que ya no, que la inestabilidad planetaria podía filtrarse al interior del país. La paranoia frente a hipotéticos ejércitos de "quintacolumnistas" ocultos en las grandes ciudades, a la espera de desatar nuevas orgías de muerte, permitió que el Congreso aprobara engendros como la "ley patriótica" y que, en nombre de la seguridad, derechos y libertades, quedaran en segundo término.

Sentido de misión

El 11-S reforzó también el sentido de "misión" que caracteriza a George Walker Bush. Nació en una familia de prestigio y fortuna el 6 de julio de 1946; heredó el carácter de su madre (carismático y valiente, por un lado; agrio y vengativo, por otro) y disfrutó de una infancia y una juventud extraordinariamente fáciles. Mientras algunos de sus amigos protestaban contra la guerra de Vietnam, él, inmune al reclutamiento (la familia le había colocado en la Guardia Nacional), iba de bar en bar y de chica en chica a bordo de un Triumph descapotable. Su actual asesor político, Karl Rove, le conoció casualmente en esa época, y recuerda a un tipo "sonriente, vestido con cazadora y botas vaqueras, que exudaba carisma". Lo que no encontraba Bush era el sentido de su vida. Con casi 30 años, aún montaba fiestas en casa de sus padres (por entonces, la residencia del embajador de Estados Unidos en Pekín) y parecía incapaz de ganarse la vida. Los diarios de su padre, el futuro presidente 41, reflejan la exasperación que sentía por el errático rumbo del joven George.

Encontró el "sentido" a los 40 años, gracias a su amigo Donald Evans, actual secretario de Comercio. Evans le introdujo en uno de los grupos de estudio de la Biblia que abundan en Estados Unidos. Durante un año, Bush leyó con su grupo los Hechos de los Apóstoles y el Evangelio según San Lucas, línea a línea, palabra a palabra. El "renacimiento" de su cristianismo le permitió dejar de fumar, primero, y después, en el verano de 1986, dejar de beber. "Sin Dios, yo no estaría hoy aquí con ustedes", dijo recientemente ante un grupo de predicadores que le visitaba en la Casa Blanca, "sino en un bar de Tejas".

Su convicción de que la fe que le había permitido vivir sin el vaso de bourbon le abría posibilidades infinitas se reforzó cuando, poco después, gracias al talento de su asesor Karl Rove y al vuelco de Tejas hacia el republicanismo, fue elegido gobernador de uno de los grandes Estados del país más poderoso. ¿Y qué pudo sentir, sino que Dios le había elegido para alguna misión, cuando salió victorioso de la larguísima noche electoral de noviembre de 2000, pese a contar con menos votos que su rival Al Gore? Los hechos del 11-S le mostraron el camino de su presidencia, hasta aquel momento una sucesión más o menos errática de iniciativas clásicamente conservadoras y de invocaciones a la compasión.

La religión conecta a Bush con los pujantes grupos evangelistas, que consideran esencial la supervivencia de Israel porque sólo ese "retorno" a la tierra prometida por Dios permitirá la segunda venida de Cristo y el Armaggedon, la batalla final entre el bien y el mal, en la que la victoria de las fuerzas del bien hará que el reino de Dios se instale para siempre en el mundo.

El domingo pasado, un pastor presbiteriano llamado Fritz Ritsch publicó en The Washington Post un artículo en el que denunciaba la mezcla de religión y política en torno a Bush. Los estadounidenses, escribía, "creen que son los legítimos depositarios de algún tipo de destino manifiesto. Pero algunos en la derecha religiosa [el núcleo electoral del Partido Republicano] han construido una teología en torno a esa esperanza". Y seguía: "Lo que han añorado es un dirigente davídico, un líder político como el David de la Biblia, capaz de unir su visión secular con sus aspiraciones espirituales. Todo indica que creen haber encontrado su David en Bush, y que el presidente también lo cree".

El presidente, sin duda, ha pensado más de una vez en eso. Pero creer que su decisión de invadir Irak procede de algún designio religioso apocalíptico resulta tremendamente exagerado. "La religión proporciona al presidente un sentido muy claro de lo que está bien y lo que está mal, pero no le ciega en absoluto", afirma su amigo Donald Evans. El biógrafo Frank Bruni coincide con la apreciación: "La religión es un gran consuelo para Bush, le proporciona seguridad en los momentos difíciles; si esa seguridad es buena o mala para el país, constituye, por supuesto, otra cuestión".

La seguridad y la convicción de que su visión es la correcta se reflejan en las declaraciones de George Walker Bush. El año pasado, en una entrevista concedida al periodista Bob Woodward, ya preveía que sus planes sobre Irak no iban a recibir un respaldo unánime, sino al contrario. Sin embargo, Bush cree en la acción. "Nunca vamos a conseguir que todo el mundo esté totalmente de acuerdo sobre la fuerza y el uso de la fuerza", le dijo a Woodward. "Pero la acción, una acción resolutiva que ofrezca resultados positivos, crea una especie de estela a la que las naciones y los líderes escépticos pueden sumarse, y convencerse de que ha ocurrido algo positivo para la paz".

El momento de la acción parece haber llegado, empujado por un extraordinario conjunto de circunstancias históricas. En primer lugar, el asentimiento del Congreso, "terriblemente silencioso", en palabras del senador Robert Byrd, acogotado desde el 11-S por miedo a parecer antipatriótico, a cualquier iniciativa presidencial. En segundo lugar, el empuje de los "revolucionarios" de la Administración republicana, gente como Paul Wolfowitz y Richard Perle, que ya en 1998 reclamaba la invasión de Irak como condición necesaria para la pacificación de Oriente Próximo.

Los "revolucionarios" captaron el interés del vicepresidente Dick Cheney (que en 1998, como ejecutivo petrolero, reclamaba el fin de las sanciones contra el régimen iraquí) y de Donald Rumsfeld, el secretario de Defensa, la única "mente original" del Gobierno, según David Frum, ex redactor de discursos para Bush y autor del primer libro sobre el funcionamiento interno de la actual Casa Blanca. Rumsfeld, que, como Bush, consideraba indigna la participación del ejército en reconstrucciones institucionales de países extranjeros, es ahora uno de los profetas del grandioso plan según el cual Irak, bajo la bandera estadounidense, se convertirá en un foco de progreso que obligará a los saudíes y a los sirios a liberalizarse, favorecerá el entendimiento entre palestinos e israelíes, y dejará a Irán aislado y en evidencia ante el mundo.

Bush, que hace dos años hablaba de grecios, ignoraba quién mandaba en Pakistán y apenas había viajado, cree firmemente en el plan. Quizá porque era el único que implicaba una acción decisiva. La prudencia de su secretario de Estado, Colin Powell, le recordaba demasiado a la tímida política exterior del odiado Bill Clinton.

El control del petróleo iraquí, o la voluntad de concluir la "tarea inacabada" de su padre, son elementos muy secundarios para Bush. El petróleo de Irak influye mucho más, sin duda, en la posición francesa. Y George Herbert Walker Bush, el presidente 41, el que optó por cumplir fielmente el mandato de la ONU y expulsó a los iraquíes de Kuwait, pero no envió a su ejército hasta Bagdad, emite ahora inequívocas señales de desaliento ante la torpeza diplomática de su hijo, y ha criticado en público la indiferencia de éste ante el enfriamiento de las relaciones con Europa.

El rancho

Acaso la circunstancia más importante, la que hace inevitable la guerra, fuera creada por los "revolucionarios". En julio de 2002, cuando el plan para acabar con Sadam Husein fue diseñado en el rancho de Crawford, Rumsfeld insistió en que la exigencia de desarme total no sería creíble sin el envío previo de una fuerza militar imponente al golfo Pérsico. Incluso Powell tuvo que asentir, exigiendo a cambio que el proceso se canalizara por la vía de las Naciones Unidas. Nadie se planteó, hasta donde se sabe, que el primer paso, el despliegue militar, conducía directamente al último, la guerra, a no ser que Sadam Husein protagonizara una muy improbable retirada y buscara un incierto exilio. Una vez el ejército ahí, y una vez formulado el crescendo de amenazas, era imposible devolverlo a casa sin dejar flotando la sombra de una humillación. Lo que los diplomáticos llaman "credibilidad", que significa que un país pega siempre que amenaza con ello, quedaba dañada en un momento histórico.

El torbellino de crisis diplomáticas y protestas callejeras no llega a la Casa Blanca. "La Casa Blanca es un búnquer", afirma el historiador Gary Hess. Las decisiones finales se toman en silencio, con aparente calma. Cuando George Walker Bush, presidente y comandante supremo, dé la orden, sus asesores y sus generales se limitarán a asentir. Y al poco caerá sobre Irak una lluvia de fuego.

Ciudadanos iraquíes armados se manifiestan por el lugar donde estuvo la antigua Babilonia, al sur de Bagdad.
Ciudadanos iraquíes armados se manifiestan por el lugar donde estuvo la antigua Babilonia, al sur de Bagdad.AP

La doctrina de "el hombre loco"

EL GRAN PATRIARCA de la diplomacia estadounidense, el tenebroso Henry Kissinger, había dejado para siempre en la Casa Blanca una herencia doctrinal conocida como "el hombre loco". Estados Unidos, según él, debía comportarse como un loco, capaz de ir más lejos de lo que, racionalmente, los demás países pudieran esperar. Esa fórmula, creada durante la guerra fría y muy específicamente para la extensión a Laos de la guerra de Vietnam, recobraba su utilidad en la gran guerra contra el terrorismo. Nadie debía ser capaz de calcular el próximo movimiento de la hiperpotencia. Y convenía ofrecer un ejemplo de los males que podían desatarse sobre cualquier Gobierno que osara desafiar al de Washington.

La sombra de Vietnam planea sobre la actual situación, y no porque Estados Unidos se arriesgue a una derrota. Gary Hess, uno de los historiadores estadounidenses más respetados, autor del libro Decisiones presidenciales sobre la guerra: Corea, Vietnam y el golfo Pérsico, asegura que el inminente ataque contra Irak le recuerda "a la guerra de Vietnam más que a ninguna otra", y ofrece dos argumentos. El primero: "En 1965, Lyndon Johnson se enfrentó, como ahora Bush, a una comunidad internacional que cuestionaba la guerra; la falta de apoyo de los aliados tradicionales contribuyó a erosionar la legitimidad del conflicto entre el público estadounidense".

El segundo: "El presidente Johnson estaba decidido a quitarse de encima el problema de Vietnam rápidamente y a cualquier precio, con una impaciencia que recuerda a la del presidente Bush".

Pero Vietnam queda muy lejano. Ninguno de los soldados que

se aprestan a combatir en Irak había nacido por entonces. La mayoría eran niños cuando Norman Schwartzkopf arrasó divisiones enteras del Ejército iraquí en 1991. Y Bush no piensa en aquel conflicto, sino algo más parecido a la Segunda Guerra Mundial: una lucha larga, ocasionalmente terrible, de la que Irak es sólo un fragmento, de la que emergerá, como en 1945, un auténtico "orden nuevo", favorable a la potencia hegemónica, pero también, como entonces a la Europa devastada, al resto de las naciones.

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