Cosas de Juan Carlos
Si fuera cierto que el carácter previsible y reiterado de un suceso (que un perro muerda a un hombre...) le arrebata la condición de noticia, entonces los dicterios anticatalanistas de Juan Carlos Rodríguez Ibarra ya hace tiempo que no merecerían ninguna atención mediática; por lo menos desde mayo de 1991, cuando -curiosamente, en vísperas de unas elecciones autonómicas extremeñas- el presidente de aquella comunidad y candidato a la reelección se descolgó acusando a Cataluña de haber fundamentado su riqueza en el expolio de Extremadura y otras regiones españolas, bajo el amparo del régimen franquista. Ahora, a dos meses vista de otros comicios en los que se juega de nuevo el cargo, Rodríguez Ibarra ha vuelto por donde suele: al cultivo de la provocación, en este caso sugiriendo el pacto entre el PSOE y el PP para una reforma de la Ley Electoral que hiciese desaparecer a los representantes nacionalistas vascos y catalanes del Parlamento español.
Además de evidenciar lo corto que es el repertorio de fobias del autor, su idea ni siquiera resulta original. Quienes tengan tiempo y humor para zambullirse en las hemerotecas hallarán que, ya en diciembre de 1996, tanto el barón socialista José Bono como el hoy amortizado José Ignacio Barrero -entonces, presidente del Senado y líder del Partido Popular extremeño- apuntaron, cada uno por su lado, la conveniencia de cambiar la legislación electoral para reducir el peso parlamentario de los nacionalistas periféricos; también Alejo Vidal-Quadras había defendido, antes de su llorado ocaso, propuestas de este tenor. Aun así, pese a lo repetitivo y fatigoso del asunto, creo que todavía merece la pena dedicarle un par de folios, igual que se los dedicamos a los estomagantes exabruptos de un Fraga o de un Álvarez- Cascos. No, ni para caer en la provocación ni para cultivar el victimismo; sólo para intentar un análisis racional, político, de la verbosidad rodriguezibarrista.
Frente a otras interpretaciones igualmente respetables, no creo que el presidente de la Junta de Extremadura sea un bocazas ni un incontinente, sino un político intuitivo, hábil y astuto, que dice lo que dice porque se lo cree y / o porque le conviene, lo cual, lejos de quitar gravedad a sus asertos, la incrementa. Por ejemplo, a la hora de justificar la eliminación de los nacionalistas minoritarios de las Cortes Generales, Ibarra afirma sin ningún fundamento que están sobrerrepresentados e insinúa que su presencia allí obedece a una concesión acordada tras el franquismo, a un pacto tácito al que esos nacionalistas han sido desleales. O sea, que Convergència i Unió, Partido Nacionalista Vasco, Esquerra Republicana, Bloque Nacionalista Galego, etcétera, participan en la vida institucional española como una especie de realquilados sin derechos, por pura condescendencia de los dueños de la finca (PP y PSOE); y, puesto que han resultado ser demasiado ruidosos y alborotadores, la propiedad puede y debería ponerles de patitas en la calle... ¿Hay algo más deletéreo para una democracia de la pluralidad que esta concepción patrimonialista y excluyente de España?
Pero lo preocupante de veras no es que Rodríguez Ibarra comulgue con tales tesis, sino que ha hecho de ellas su plataforma electoral y, por tanto, las ha contagiado a cientos de miles de votantes. Por una parte, hurga en los complejos de inferioridad de sus paisanos -"los extremeños, como no somos nacionalistas, no tenemos derecho a nada", declaró aún la semana pasada-; por otra, les muestra cómo él, su presidente, ha superado esos complejos, les ha devuelto la palabra ("creían que los extremeños no teníamos voz y lo único a lo que podíamos aspirar era a emigrar...") y es capaz de meterse con los Pujol o Ibarretxe incluso saltando por encima de las conveniencias de la cúpula del PSOE. Estas performances, estratégicamente prodigadas cuando hay urnas en el horizonte, le han dado un resultado espléndido y le han permitido hacer del antinacionalismo vasco o catalán la principal seña de identidad política extremeña.
Sorprendido e incomodado por la última andanada de Rodríguez Ibarra, Pasqual Maragall no ha querido darle otra respuesta que un desdeñoso "no le hagan mucho caso, son cosas de Juan Carlos". Comprendo la táctica, pero sucede que, lejos de ser un estrafalario outsider, el tal Juan Carlos preside su comunidad autónoma desde hace 20 años, casi siempre por mayoría absoluta y con grandes posibilidades de revalidarla el próximo mes de mayo; que es un intocable barón y un poder fáctico en el seno del PSOE; y que, probablemente, su forma de entender el Estado autonómico es compartida por otros muchos militantes y cuadros de este partido, sobre todo en sus federaciones más meridionales. Es complicado, lo sé, pero cuando Maragall diagnostica acertadamente que "aquí nos gobiernan tres nacionalismos: el español, el catalán y el vasco", ¿no debería admitir que el primero de los tres tiene también importantes ramificaciones dentro del propio partido socialista (Rodríguez Ibarra, la vasca Rosa Díez o el coruñés Francisco Vázquez como simples puntas de otros tantos icebergs) y, tal vez, explicarnos de qué modo imagina integrarlos en -o neutralizarlos ante- el ambicioso proyecto federalizante que el presidente del PSC encarna?
Tengo entre los pequeños tesoros de mi biblioteca un ajado ejemplar del volumen que publicó en Barcelona, a principios de 1933, una de las figuras más valiosas, nobles y malogradas del socialismo catalán de aquel periodo; él era Rafael Campalans, y el libro se titula Política vol dir pedagogia. 70 años después, quizá habría que reclasificar a Campalans como un socialista... utópico.
Joan B. Culla es historiador.
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