Por fin, entre los grandes
CUANDO ESPAÑA tenía fama de ser como la Turquía de Europa, la norma que regía su política exterior era muy simple: si Francia e Inglaterra iban de acuerdo, marchar con ellas; si caminaban separadas, abstenerse. Una fórmula que expresaba perfectamente la conciencia entonces generalizada de que España no contaba nada en el concierto de las naciones. Sin escuadras que recorrieran los mares, sin ejércitos que recorrieran las tierras, estaba, según la había visto Donoso cincuenta años atrás, como apartada del mundo, "fuera del torbellino que arrebata a las naciones". Y así se vio también, más por impotencia que por convicción, lejos del otro torbellino que fue la Gran Guerra: los ejércitos españoles no eran buenos ni para combatir en Marruecos. España prefirió recogerse otra vez en lo que Ortega llamó la cómoda, grata, dulce neutralidad.
Pero hay neutralidades que matan, como se temía el conde de Romanones. No llegó a matar la neutralidad a la Monarquía, pero sí a la República, que ni pudo ni quiso poner remedio a aquella realidad. Más escéptico que Madariaga, que fantaseó lo suyo sobre el papel que España podía jugar en la Sociedad de Naciones, Azaña nunca se hizo ilusiones: ese papel "sería mucho más eficaz si estuviera apoyado en una poderosa escuadra". No lo estaba, y así España sólo sirvió como terreno de pruebas o como preludio de la segunda gran guerra que enfrentaría al nuevo Eje con la vieja Entente. La política de no intervención en la Guerra Civil, propuesta por Francia, abrazada con entusiasmo por el Reino Unido y mortal de necesidad para la República, fue resultado de la escasa relevancia de España en el mal llamado equilibrio de poder.
Luego, de ese quiero y no puedo que definió un siglo de política exterior el único que salió realmente beneficiado fue Franco y su régimen. Como no había sido beligerante, pudo salvar el pellejo y emprender un largo periplo para retornar a la comunidad de naciones. El camino, como percibió lúcidamente Carrero Blanco, pasaba por Washington. Y allá se dirigieron los esfuerzos diplomáticos del régimen: si Estados Unidos echaba una mano, Francia y Alemania, fulcro ahora de una nueva Europa reconciliada, no tendrían más remedio que abrir también sus puertas. Y efectivamente, después del triunfal paseo de Ike por Madrid, los ministros franceses y alemanes no perdieron ocasión de visitar El Pardo: en España, desde que los americanos plantaron aquí sus bases, se podía hacer buenos negocios.
¿No hay en la emocionada urgencia de Aznar por echarse en brazos del gran amigo americano un reflejo de otros tiempos, una ilusión por contar entre los grandes de Europa ofreciéndose como el más firme aliado que Estados Unidos pueda encontrar en el continente? En efecto, la política socialista de privilegiar las relaciones con Alemania para encontrar un lugar en el sol de Europa había servido para tener voz propia en la Comunidad, luego Unión, Europea mientras éramos los mayores beneficiarios de los fondos de cohesión. Con Felipe González, y un poco por arte de birlibirloque, España pudo pesar más de lo que valía y obtener más de lo que aportaba. La ampliación de la Unión Europea amenaza esa cómoda posición: en adelante, España no pesará más de lo que vale; y lo que vale, en PIB y en escuadra, es menos de la mitad de Francia. Mejor entonces, cada vez que haya que ir a París, darse antes una vuelta por Washington
Aznar se lo ha jugado todo a esa única carta: ha preferido aparecer al lado del grande entre los grandes a costa de deteriorar las relaciones con Francia y Alemania, que además de ser el doble y hasta el triple de España en todos los terrenos quieren seguir mandando en la Europa ampliada. Adónde nos llevará este envite está por ver; pero lo que ya nos hemos jugado es el futuro de España en la Unión Europea: se acabó el efecto sorpresa que produjo la transición y el desparpajo con que los españoles volvieron a la escena internacional en los años ochenta. Ahora ya se sabe lo que somos: si la distancia con el corazón de la vieja Europa es del orden de dos o tres, con Estados Unidos es sideral. Y siendo así las cosas, España será un apéndice perfectamente prescindible del destino manifiesto que Estados Unidos se apresta a cumplir con su agresión contra Irak. A no ser, claro está, que en este nuevo desvío por Washington se haya incluido, como en el año 1953, alguna cláusula secreta que algún día el presidente del Gobierno de España tendrá quizá la gentileza de explicar.
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