Con patente de corso
El profesor francés Jacques Heers ha escrito una excelente taxonomía del Mediterráneo, de la guerra corsaria en los siglos XV y XVI. Es el mar de los grandes empresarios autónomos del pillaje marítimo; allí donde los límites entre el corso, la piratería y la guerra entre Estados se confunden en un gran combate a todas bandas por la riqueza, el trabajo, la producción del vecino.
Los grandes protagonistas son los berberiscos, denominación acuñada por los europeos y que no aludía a ningún particular contenido humano ni político relativo a Berbería, sino a toda la materia prima antropológica de nuestro mar, con especial relevancia para el turco o habitante del imperio otomano. Esa perspectiva tan difusa se aclara considerablemente, sin embargo, durante el siglo XVI, cuando el Estado de los osmanlíes subroga a su servicio a tanto trabajador del mar por cuenta propia, estableciendo firmemente los hilos de control entre Constantinopla y las regencias o poderes que los cristianos, españoles e italianos, mayormente, llamaban por un igual piratas o corsarios.
LOS BERBERISCOS
Jacques Heers
Traducción de Teresa
Claver LLedó
Ariel. Barcelona, 2003
429 páginas. 21,70 euros
Y es una taxonomía porque el autor recorre, con formidable concisión, siempre llena de apuntes interesantes, la historia del Mediterráneo, de la guerra en ese tiempo, desde el avatar político, los hechos -quizá la parte menos apasionante del libro, y un poco apelotonada de circunstancia-, pasando por el tipo de acción militar, los guerreros, sus plazas, sus ciudades, sus medios, el producto de su rapiña, la esclavitud, hasta la acción del terror y la propaganda de los Estados, el imperio otomano, el español, Venecia, Génova y los estadillos italianos, y la gran ausente-presente, Francia, aliada al turco, que con su omisión de las campañas cristianas decantó más de una vez la suerte de la batalla en favor de Constantinopla.
España tiene un papel singu-
lar en la obra, donde, en brevísimas acotaciones, nos muestra cómo la monarquía se planteó con igual o mayor interés la conquista del África mora que la implantación en América. Muchos más hombres, medios, sangre y tesoro fueron enterrados en las relativamente fútiles tentativas de establecerse en nuestra costa frontera, que lo que, en plazo coetáneo, se destinara a la aventura americana. La diferencia consistía aquí en que las tierras del islam africano eran totalmente reacias a la evangelización, impermeables y correosas a la ocupación, y, en definitiva, inconquistables. De pasada también nos dice el autor que la historia de la convivencia de las tres civilizaciones monoteístas en la península Ibérica es poco más que una fantasía; lamentablemente, ése no era el asunto del libro.
Es un Mediterráneo donde el enemigo es un ávido explotador del trabajo de los demás; donde la demografía es una riqueza que se conserva y aumenta con la captura de esclavos; donde los grupos humanos son constantemente fecundados con la riqueza humana del adversario, como es el caso de los jenízaros de la otomanidad. Los brazos tomados al contrario no sólo servirán a sus nuevos dueños, sino que, de igual forma, se le niegan al que los ha alimentado hasta la edad adulta, y los vientres de las cautivas procrearán sólo para quien los ha hecho suyos.
Este mar, cuna de la civilización de Grecia y Roma, del primer hombre occidental, parece en la versión de Jacques Heers una grandiosa bolsa de redistribución de la riqueza por la inclemente fuerza de las armas.
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