Un hombre de negocios
Siendo un chaval, este madrileño nacido en 1927 comenzó a trabajar como botones en los Estudios Chamartín, donde a los veinte años ascendió a ayudante de producción, convirtiéndose más tarde, primero en guionista (Como la tierra, de Alfredo Hurtado, 1954), y pronto también en productor (¡Aquí hay petróleo!, de Rafael J. Salvia, 1956; Las chicas de la Cruz Roja, de Fernando Palacios, 1958, o El día de los enamorados, también de Palacios, 1959). Desde entonces, ha escrito más de sesenta películas, de las que ha producido más de la mitad, y dirigido 17. Una amplia carrera, pues, dedicada a un cine de atractivo popular a través del que es fácil rastrear ahora la evolución económica, social y cultural de la vida española.
La gran familia, en 1962, y La ciudad no es para mí, en 1965, constituyeron algunos de los más grandes éxitos de su productora, en los que mezclaba con habilidad cierto reflejo social con intenciones claramente moralizantes, tan del gusto de los espectadores de entonces... así como de los censores. Decidido a dirigir sus propias películas (había trabajado estrechamente con Pedro Lazaga, y también con José María Forqué, Sáenz de Heredia, Javier Aguirre y Fernando Fernán-Gómez), se lanzó a un cine de insinuaciones eróticas aunque sin dejar de lado la moralina exigida. En este sentido, La miel es un buen ejemplo.
Más tarde se lanzó a temas de rabiosa actualidad: el divorcio (El divorcio que viene, 1980), la prostitución de lujo (Puente aéreo, 1981) o la defraudación a Hacienda (127 millones libres de impuestos, 1981). En las series que dirigió para televisión, Anillos de oro (1983), Segunda enseñanza (1985) o Brigada Central (1988), los elementos eróticos desaparecieron definitivamente, para abundar a cambio en sus apuntes sociales de la vida cotidiana, con los que logró igualmente grandes éxitos de audiencia.
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